«El Perú soy yo, aunque a algunos peruanos no les guste. Yo le puedo agradecer a mi país, lo que yo soy: un escritor. Yo soy el Perú y lo que yo escribo es el Perú también.»
Mario Vargas Llosa, Premio Nóbel de Literatura 2010
«Afortunadamente, la obra de Vargas Llosa está netamente situada a la izquierda de su autor.»
Mario Benedetti
Corría el año dos mil. Todo era algoritmos, geometría computacional, matemáticas discretas (todavía me sigo preguntando, con pretenciosa malicia, ¿cómo serán las indiscretas?), y tenía pendiente un trabajo particularmente aterrador: programar un compilador informático. Ese fue uno de los tantos encargos universitarios que nunca hice; porque, aparte de ser un estudiante mediocre, se me ocurrió, de buenas a primeras, escapar de esa vida plana y absurda que nada tenía que ver conmigo. Esa existencia que, día a día, me condenaba a ser poco menos que una posma, un individuo derrotado, aplastado por sus circunstancias y sus malas elecciones.
La desazón se intensificaba y se hacía más patente cuando recordaba que me había convertido en la antípoda de aquella «persona-personaje» de brazos alzados ante una lluvia de papel picado que descubrí en las páginas de El pez en el agua, un libro en donde la realidad y la ficción se conjuntan e hibridan con maestría única, dando paso a un testimonio lúcido y descarnado de un escritor que ejerció su oficio –que hoy, a sus 74 años, lo sigue ejerciendo con una vitalidad encomiable– con fe e insania arrolladoras.
Tengo bien forrado, y lleno de anotaciones, ese ejemplar de La Casa Verde que adquirí cerca del Parque Duhamel por poco más de cinco soles. Mientras leía esas páginas fui descubriendo que mi vida era ésa y ninguna otra: la Mangachería se me antojaba como un lugar formidable para tomar unas buenas cervezas antes de irse de putas, y, sin duda, Los Inconquistables podrían ser mis amigos (los mejores que he conocido).
No sólo me enamoré de Bonifacia, pude ser tan salvaje y rebelde como el Jaguar y tan insobornable y recto como el teniente Gamboa… tan idealista y obcecado indagador de la realidad nacional como Santiago Zavala… tan delirante como Pedro Camacho. Pero éste –el mundo que empezaba a conocer, el mundo alterno que nos brinda la lectura de ficciones tan imprescindibles como las vargasllosianas– no es un pasatiempo inocuo o «solamente entretenido». Y el que afirme eso nunca ha leído como hay que hacerlo (como yo siempre he leído a Mario Vargas Llosa): ¡con rabioso fervor!
Llegó el momento en que con los libros no me bastaba. Necesitaba algo más: quería vivir como los «perros» que pasaban semanas enteras encerrados en el Leoncio Prado. Así, arrojado por el exabrupto y las ganas de vivir me lancé por entero a la noche arequipeña, pues ansiaba conocer a mi propia Pies Dorados. Karicia, de alguna manera, llegó a colmar mis expectativas. Digo «de alguna manera» porque la realidad, la propia y la ajena, debe estar colmada de añadidos –mentiras, sueños, excesos– y omisiones para llegar a ser edificante. O, al menos, intentar serlo.
Los excesos vinieron solos y me hicieron pasar muy malos ratos (que, a pesar de todo y como corresponde, siempre se recuerdan con prudente nostalgia).
Llegué, trémulo y en calidad de pecador irredento, un domingo por la tarde a la Iglesia de los padres capuchinos. Dispuesto a confesarme y a pedirle al padre Julio Carpignano que intercediera por mí; que me disculpara con el que «Todo lo puede», porque hay que ser lo bastante imbécil como para creer que la vida real podía ser como la ficción. En suma, venía a ponerme de rodillas y, pusilánime, pedir una nueva oportunidad (otra más).
–¿Qué has estado haciendo con tu vida, hijo? –me preguntó aquel padre barbado de origen italiano.
–Leo mucho a Vargas Llosa y a Saramago –le respondí.
–¡Ah, los emisarios del demonio! –concluyó él, con un gesto de absoluta reprobación–. No debes leer, ¡no los debes leer!
Al mirarlo, creí –craso error– liberarme para siempre de las ataduras de la religión.
Mario Vargas Llosa siempre dejó en claro que la censura acarrea peores males que los que pretende combatir. Y me pongo como ejemplo porque soy lo que tengo más a la mano y porque vivimos en una sociedad que –de una manera más edulcorada– te dice lo mismo que me decía el padre Julio. Por suerte, no le hice caso y jamás volví a confesarme. Lo que sí hice fue leer y releer toda esa profusa obra de uno de los más célebres emisarios del demonio, que empezó con Los Jefes (siempre vuelvo a la ternura e inocencia del primer amor en el cuento «Día domingo») y termina, por ahora, en El sueño del celta.
Mientras Estocolmo espera al novelista más brillante que ha conocido el Perú, yo espero, con lápiz y papel, su nueva novela. Este premio colosal no le aumenta ni le resta nada a su obra. Pues fuimos los lectores los que con placer y gratitud lo declaramos el tótem de la narrativa nacional. Vargas Llosa alcanzó el parnaso hace mucho, pero la Academia Sueca vestirá de gala en diciembre para reconocer de una vez por todas al hombre metódico, trabajador y comprometido, «terco como buen arequipeño», que no se cansó de darle bofetadas a la realidad para demostrarnos que, en cuestiones literarias (y en otras yerbas), sólo los insubordinados, los pertinaces sin parangón, son los que, zancadillas de por medio, llegan a la cima, que no es un ni mil premios, sino: la libertad.
Hoy hay jarana en La Casa Verde. Aunque no lo podemos confirmar, se dice que don Anselmo ha murmurado que la casa paga y que todos estamos invitados: desde el Jaguar hasta el Poeta, pasando por Lituma, don Rigoberto, Fonchito, Koke, Pantaleón Pantoja, Zavalita, la tía Julia, Mascarita, Pichulita Cuéllar, Alejandro Mayta, doña Lucrecia, Ambrosio y, por supuesto, la Pies Dorados.
Antes de terminar, vale traer a cuento estas palabras de ese lector lúcido y omnívoro que es el periodista y escritor César Hildebrandt: «Básicamente creo que mi respeto por el valor literario de Vargas Llosa no se ha movido un milímetro. Sigo creyendo que sus tres primeras novelas son las mejores que se han escrito en el Perú, pero largamente. Incluyo en esta comparación personal y arbitraria a Arguedas y a Alegría. Todo lo que ha pasado después será dentro de muchos años, cuando todos estemos debidamente enterrados, anécdota, cosa menor. Mario es el mejor novelista que ha parido este país de tan pocos novelistas. Es un fenómeno».
Ahora te digo, Mario (porque estoy tan emocionado que me permito tutearte): los peruanos hicimos bien, hace una punta de años, cuando no te escogimos como nuestro presidente. Acertamos como pocas veces porque, ayer, hoy y siempre, te elegimos como nuestro NOVELISTA (sí, con mayúsculas, ¡MAESTRO!). Y eso la posteridad lo agradece.
Arequipa, 07 de octubre de 2010.
Publicado hoy en el diario El Pueblo de Arequipa
y en el blog de escritor Gabriel Ruiz Ortega.
No comments:
Post a Comment