Hoy, martes 07 de diciembre, el Misti decidió amanecer con chalina. Dice la creencia popular (las ficciones que a su antojo, de generación en generación, y de boca en boca, transmite, altera, deforma y enriquece el pueblo) que nuestro formidable proveedor de sillar suele arreglarse para las fechas especiales. Así parece suceder ahora, pues una nube acordona la cima del cono volcánico y —gracias, natura— nos hace creer que otra vez la nieve vuelve a ornar a nuestro volcán tutelar. Es casi un espejismo, una ficción, un homenaje de la naturaleza mistiana a uno de sus hijos más preciados: Mario Vargas Llosa.
El discurso que Mario Vargas Llosa pronunciará en instantes en la Academia Sueca lleva el título de «Elogio de la lectura y la ficción», en el cual probablemente —aparte de incidir en el «Viaje a la ficción», primer capítulo del libro que le dedicó al uruguayo Juan Carlos Onetti— volverá a hablar de sus recuerdos cochabambinos que todos los que seguimos sus artículos o sus memorias, «El pez en el agua», podemos recordar:
«De Cochabamba recuerdo las deliciosas empanadas salteñas y los almuerzos de los domingos, con toda la familia presente —el tío Lucho ya estaba casado con la tía Olga, sin duda, y el tío Jorge con la tía Gaby—, y la enorme mesa familiar, donde se recordaba siempre el Perú —o quizás habría que decir Arequipa— y donde todos esperábamos que a los postres hicieran su aparición las deliciosas sopaipillas y los guargüeros, unos postres tacneños y moqueguanos que la abuelita y la Mamaé hacían con manos mágicas. Recuerdo las piscinas de Urioste y de Berveley, a las que me llevaba el tío Lucho, en las que aprendí a nadar, el deporte que más me gustó de chico y en el único que llegué a tener cierto éxito.
Y recuerdo también, con qué cariño, las historietas y los libros que leía con concentración y olvido místicos, totalmente inmerso en la ilusión —las historias de Genoveva de Brabante y de Guillermo Tell, del rey Arturo y de Cagliostro, de Robin Hood o del jorobado Lagardère, de Sandokán o del Capitán Nemo, y, sobre todo, la serie de Guillermo, un niño travieso de mi edad de quien cada libro narraba una aventura, que yo intentaba repetir luego en el jardín de la casa. Y recuerdo mis primeros garabatos de fabulador, que solían ser versitos, o prolongaciones y enmiendas de las historias que leía, y que la familia me celebraba. El abuelo era aficionado a la poesía —mi bisabuelo Belisario había sido poeta y publicado una novela— y me enseñaba a memorizar versos de Campoamor o de Rubén Darío y tanto él como mi madre (que tenía en su velador un ejemplar de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda, que me prohibió leer) me festejaban esas temeridades preliterarias como gracias.»
Estos recuerdos darán pie a otro recuerdo capital: el día que se enteró en Piura que su padre no estaba muerto: el día que lo despojaron del paraíso.
El discurso que Mario Vargas Llosa pronunciará en instantes en la Academia Sueca lleva el título de «Elogio de la lectura y la ficción», en el cual probablemente —aparte de incidir en el «Viaje a la ficción», primer capítulo del libro que le dedicó al uruguayo Juan Carlos Onetti— volverá a hablar de sus recuerdos cochabambinos que todos los que seguimos sus artículos o sus memorias, «El pez en el agua», podemos recordar:
«De Cochabamba recuerdo las deliciosas empanadas salteñas y los almuerzos de los domingos, con toda la familia presente —el tío Lucho ya estaba casado con la tía Olga, sin duda, y el tío Jorge con la tía Gaby—, y la enorme mesa familiar, donde se recordaba siempre el Perú —o quizás habría que decir Arequipa— y donde todos esperábamos que a los postres hicieran su aparición las deliciosas sopaipillas y los guargüeros, unos postres tacneños y moqueguanos que la abuelita y la Mamaé hacían con manos mágicas. Recuerdo las piscinas de Urioste y de Berveley, a las que me llevaba el tío Lucho, en las que aprendí a nadar, el deporte que más me gustó de chico y en el único que llegué a tener cierto éxito.
Y recuerdo también, con qué cariño, las historietas y los libros que leía con concentración y olvido místicos, totalmente inmerso en la ilusión —las historias de Genoveva de Brabante y de Guillermo Tell, del rey Arturo y de Cagliostro, de Robin Hood o del jorobado Lagardère, de Sandokán o del Capitán Nemo, y, sobre todo, la serie de Guillermo, un niño travieso de mi edad de quien cada libro narraba una aventura, que yo intentaba repetir luego en el jardín de la casa. Y recuerdo mis primeros garabatos de fabulador, que solían ser versitos, o prolongaciones y enmiendas de las historias que leía, y que la familia me celebraba. El abuelo era aficionado a la poesía —mi bisabuelo Belisario había sido poeta y publicado una novela— y me enseñaba a memorizar versos de Campoamor o de Rubén Darío y tanto él como mi madre (que tenía en su velador un ejemplar de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda, que me prohibió leer) me festejaban esas temeridades preliterarias como gracias.»
Estos recuerdos darán pie a otro recuerdo capital: el día que se enteró en Piura que su padre no estaba muerto: el día que lo despojaron del paraíso.
Por otra parte, Vargas Llosa ya ha anunciado en Estocolmo que hablará también de Barcelona, una ciudad fundamental en la difusión de su obra y en su definitiva consagración como novelista. Pues fue la casa catalana Seix Barral la que le otorgó el Premio Biblioteca Breve por La ciudad y los perros. Así oficialmente aparece el «boom» literario latinoamericano.
Pero si de ciudades se trata, estarán muy presentes también Piura, Lima, Madrid, París, Londres y la selva peruana (que vuelve a aparecer, casi como un personaje más, en su última novela «El sueño del celta»).
Otra de las claves para acercarnos al discurso que ha preparado el novelista arequipeño quizá la podemos encontrar en el inicio del ensayo que le dedica a uno de sus padres literarios: Flaubert. Hablará del genio francés y de la novela que lo enamoró para siempre Madame Bovary; del norteamericano William Faulkner a quien aprendió a leer con lápiz y papel desde Palmeras salvajes; del compromiso sartreano (que rechazó el premio Nobel en 1964) y de los que merecieron el Premio Nobel: Jorge Luis Borges y quizá —ojalá— César Vallejo.
Dice Vargas Llosa: «Un puñado de personajes literarios han marcado mi vida de manera más durable que buena parte de los seres de carne y hueso que he conocido. Aunque es verdad que cuando personajes de ficción y seres humanos son presente, contacto directo, la realidad de estos últimos prevalece sobre la de aquéllos —nada tiene tanta vida como el cuerpo que se puede ver, palpar—, la diferencia desaparece cuando ambos tornan a ser pasado, recuerdo, y con ventaja considerable para los primeros sobre los segundos, cuya delicuescencia en la memoria es sin remedio, en tanto que el personaje literario puede ser resucitado indefinidamente, con el mínimo esfuerzo de abrir las páginas del libro y detenerse en las líneas adecuadas»
Pero si se da un espacio para hablar de aquellos seres humanos de carne y hueso que, para bien o para mal, marcaron su vida: recordará a Dora Llosa, su madre; Ernesto Vargas, su padre; su amado tío Lucho (padre de su esposa Patricia y cuasi un padre postizo para el autor); quizá de su primera esposa (Julia Urquidi); sus grandes amigos Luis Loayza, Abelardo Oquendo y Javier Silva; el historiador Raúl Porras Barnechea y de su casa en la calle Colina en donde aprendió sobre la historia peruana (a Porras le dedica La utopía arcaica); su amigo y editor Carlos Barral y de la mítica editora española Carmen Balcells.
Vargas Llosa ha ganado tantos premios y ha escrito tantos discursos (uno de los más memorables «La literatura es fuego» cuando recibió el premio Rómulo Gallegos en Caracas o el que le dedicó al Quijote y a su autor al ganar el Premio Cervantes) que será muy difícil que pueda sorprendernos con una matización o enriquecimiento de «La verdad de las mentiras». Tal vez una anécdota inédita le dé nuevos bríos a su lectura Nobel, recuerdos muy personales todavía no ventilados. Se trata del mejor novelista peruano y él siempre podrá sorprendernos.
¿A quién extrañará o recordará con más intensidad? Sin duda a su madre y a su tío Lucho. Será un chispazo de alegría, un pedazo de gloria. Él sabe mejor que nadie que todavía no ha llegado a la meta: el desasosiego y la infelicidad serán una constante en su vida, compañeros de viaje: por eso rechaza que lo quieran convertir en una estatua; por algo quiere seguir leyendo y escribiendo hasta sus últimos días: para vivir otras vidas, para inventar otras realidades —atroces, perversas, eróticas, sentimentales, etcétera— porque con una sola no basta, no alcanza, no sirve, no vale la pena.
Pero si de ciudades se trata, estarán muy presentes también Piura, Lima, Madrid, París, Londres y la selva peruana (que vuelve a aparecer, casi como un personaje más, en su última novela «El sueño del celta»).
Otra de las claves para acercarnos al discurso que ha preparado el novelista arequipeño quizá la podemos encontrar en el inicio del ensayo que le dedica a uno de sus padres literarios: Flaubert. Hablará del genio francés y de la novela que lo enamoró para siempre Madame Bovary; del norteamericano William Faulkner a quien aprendió a leer con lápiz y papel desde Palmeras salvajes; del compromiso sartreano (que rechazó el premio Nobel en 1964) y de los que merecieron el Premio Nobel: Jorge Luis Borges y quizá —ojalá— César Vallejo.
Dice Vargas Llosa: «Un puñado de personajes literarios han marcado mi vida de manera más durable que buena parte de los seres de carne y hueso que he conocido. Aunque es verdad que cuando personajes de ficción y seres humanos son presente, contacto directo, la realidad de estos últimos prevalece sobre la de aquéllos —nada tiene tanta vida como el cuerpo que se puede ver, palpar—, la diferencia desaparece cuando ambos tornan a ser pasado, recuerdo, y con ventaja considerable para los primeros sobre los segundos, cuya delicuescencia en la memoria es sin remedio, en tanto que el personaje literario puede ser resucitado indefinidamente, con el mínimo esfuerzo de abrir las páginas del libro y detenerse en las líneas adecuadas»
Pero si se da un espacio para hablar de aquellos seres humanos de carne y hueso que, para bien o para mal, marcaron su vida: recordará a Dora Llosa, su madre; Ernesto Vargas, su padre; su amado tío Lucho (padre de su esposa Patricia y cuasi un padre postizo para el autor); quizá de su primera esposa (Julia Urquidi); sus grandes amigos Luis Loayza, Abelardo Oquendo y Javier Silva; el historiador Raúl Porras Barnechea y de su casa en la calle Colina en donde aprendió sobre la historia peruana (a Porras le dedica La utopía arcaica); su amigo y editor Carlos Barral y de la mítica editora española Carmen Balcells.
Vargas Llosa ha ganado tantos premios y ha escrito tantos discursos (uno de los más memorables «La literatura es fuego» cuando recibió el premio Rómulo Gallegos en Caracas o el que le dedicó al Quijote y a su autor al ganar el Premio Cervantes) que será muy difícil que pueda sorprendernos con una matización o enriquecimiento de «La verdad de las mentiras». Tal vez una anécdota inédita le dé nuevos bríos a su lectura Nobel, recuerdos muy personales todavía no ventilados. Se trata del mejor novelista peruano y él siempre podrá sorprendernos.
¿A quién extrañará o recordará con más intensidad? Sin duda a su madre y a su tío Lucho. Será un chispazo de alegría, un pedazo de gloria. Él sabe mejor que nadie que todavía no ha llegado a la meta: el desasosiego y la infelicidad serán una constante en su vida, compañeros de viaje: por eso rechaza que lo quieran convertir en una estatua; por algo quiere seguir leyendo y escribiendo hasta sus últimos días: para vivir otras vidas, para inventar otras realidades —atroces, perversas, eróticas, sentimentales, etcétera— porque con una sola no basta, no alcanza, no sirve, no vale la pena.
1 comment:
Hola reflejando de esta mensaje es muy digestivo , temas de esta manera destacan quien analizar esta mensaje!!!
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