«Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado» (Jorge Luis Borges, El Sur).
Junten a tres mujeres grávidas en una habitación. O mejor: que sea Bergman quien las junte, y, a pesar de lo que se viene, dense por bien servidos. Un drama con un trío de historias que convergen en el umbral de la vida. Este señor sueco tiene –porque gracias a su dilatada filmografía sigue vivo– una capacidad portentosa para entrar en el alma de las mujeres y hablar sin cortapisas de temas sensibles: el embarazo (deseado y no deseado), el aborto. Bergman no sólo ha sido un artista excepcional, sino un pionero., un paradigma Un fenómeno capaz de explorar con lupa todas las aristas -la complejidad- de los seres humanos.
¿Qué nos dice el propio director al respecto?
Lo que vi fue una historia bien contada, algo prolija, de tres mujeres en una habitación de hospital. Todo era sincero, cálido e inteligente, en general extraordinariamente interpretada (…) Recuerdo que pusieron personal médico en las salas en que se proyectó. La gente se desmayaba de espanto. Al mismo tiempo recuerdo que el asesor médico de la película me dejó estar presente en un parto en el hospital Carolino. Fue una experiencia desgarradora e instructiva. Es verdad que yo tenía cinco hijos, sin embargo nunca había presenciado ninguno de los partos (era así en esa época). Me emborrachaba o me quedaba jugando con mis trenes de juguete o iba al cine o ensayaba o filmaba o me dedicaba a señoras impropias. No me acuerdo muy bien. En todo caso, el parto fue espléndido y nada complicado. La madre era joven y robusta y dio a luz entre gritos y risas. El ambiente era casi alegre. Yo estuve a punto de desmayarme dos veces, y tuve que salir y darme con la cabeza en la pared para despejarme. Luego volví aturdido y agradecido.
Desde muy niño, pude ver –por televisión, jamás en vivo– algunas corridas de toros. Seguramente las de Acho, en Lima, o acaso las que importábamos de México o de la Madre Patria. Valga aclarar, de arranque, que yo siempre estaba –¿aun estoy?– del lado del toro; y, en consecuencia, guardaba la secreta esperanza de que quizá el pesado animal alguna vez consiguiera salir victorioso de la contienda (no tardé mucho en descubrir que esto no era improbable, sino imposible). Celebraba con una mezcla de odio y placer –un espíritu revanchista visceral que se apodera de uno– cuando el astado conseguía embestir con éxito al torero: herirlo o levantarlo en peso y luego tumbarlo. Así, al verlo caído y asistido por sus congéneres, soñaba con una tregua o un fin de la horrorosa faena. Cuando intuía que se acercaba el final, cambiaba de canal, pues casi nunca podía soportar ver al toro desparramarse de una manera truculenta ante una multitud exultante (pocas experiencias como ésta, me enseñaron, con tamaña aspereza, que nosotros también somos animales y nunca dejaremos de serlo).
En casa de la Mamá María, mi abuela materna, presencié por única vez cómo se degollaba a un carnerito para, más tarde, degustar una pantagrúelica cena. Recuerdo con nitidez cómo el filudo cuchillo traspasa el cogote y la sangre chisporrotea, mientras el animalito se deja caer y da sus últimas boqueadas. Esa tarde no pude probar un bocado de la comida, la experiencia me había tocado. Pero, en verdad, su efecto no fue muy profundo, porque hasta el día de hoy sigo siendo un animal carnívoro. Con los cuyes, en cambio, ya he cerrado filas. Una de las hermanas de mi padre criaba, en los altos de su antigua casa, cuyes y gallos de pelea. En cierta oportunidad nos invitó a almorzar y tuve el infortunio de ver a mi primo sacudiendo de una manera salvaje al inofensivo animal. Desde que vi cómo echaban un mortal hilito de sangre por la nariz me juré jamás comer el cuy. No obstante -y a despecho de estos infelices recuerdos de infancia-, haría mal en ocultar, que la mano de un maestro, como lo es Pedro Almodóvar, puede hacer que uno se enamore de las corridas, pues ellas son también rito y ceremonia. Gracias a Hable con ella, entendí (o intenté hacerlo) que el torero es un artista que se juega la vida y, hasta de cierta forma, se merece respeto o admiración. Todos estos recuerdos los escupo en el teclado, casi al paso, por culpa de la maldita de Elizabeth Costello (*), quien viene a continuación.
Los animales no esconden sus excrementos y practican el acto sexual en público. Carecen de sentido de la vergüenza: eso es lo que los distingue de nosotros. Pero la idea básica sigue siendo la suciedad. Los animales tienen hábitos sucios; así que están excluidos. La vergüenza es lo que lo convierte a uno en ser humano, la vergüenza por estar sucio. Adán y Eva: el mito fundacional. Antes no éramos más que animales que vivíamos todos juntos.
En mi opinión, las corridas de toros nos dan una pista. Matemos a la bestia por todos los medios, dicen, pero convirtámoslo en un combate, en un ritual, y honremos a nuestro adversario por su fuerza y su bravura. Y comámoslo, después de haberlo vencido, para que su fuerza y su coraje entren en nosotros. Mirémoslo a los ojos antes de matarlo y démosle las gracias después. Cantemos canciones sobre él. »A eso lo llamamos primitivismo. Es una actitud fácil de criticar. Es muy masculina, muy masculinista. No hay que confiar en sus ramificaciones políticas. Pero, a fin de cuentas, a un nivel ético, sigue habiendo algo atractivo en ella. »Sin embargo, también es poco práctico. Uno no alimenta a cuatro mil millones de personas mediante los esfuerzos de toreros y cazadores de ciervos armados con arcos y flechas. Somos demasiados. No hay tiempo para respetar y honrar a todos los animales que necesitamos para alimentarnos. Necesitamos fábricas de muerte. Necesitamos animales de fábrica. Chicago nos mostró la forma. Los nazis aprendieron a procesar cuerpos de los mataderos de Chicago.
La gente se queja de que tratamos a los animales como a objetos, pero la verdad es que los tratamos como a prisioneros de guerra. ¿Sabías que cuando se abrieron al público los primeros zoos los guardianes tenían que proteger a los animales porque el público los atacaba? El público pensaba que los animales estaban allí para que la gente los atacara y los insultara, como a los prisioneros en un desfile de victoria. Una vez libramos una guerra contra los animales, que llamamos caza, aunque en realidad la guerra y la caza son lo mismo (Aristóteles lo vio claramente). La guerra se prolongó durante millones de años. Hace unos pocos siglos que la ganamos, cuando inventamos las armas de fuego. Solamente después de lograr una victoria absoluta nos hemos podido permitir cultivar la compasión. Pero nuestra compasión es muy frágil.
Debajo hay una actitud más primitiva. El prisionero de guerra no pertenece a nuestra tribu. Podemos hacer lo que queramos con él. Podemos sacrificarlo a nuestros dioses. Podemos degollarlo, sacarle el corazón y tirarlo al fuego. En lo tocante a los prisioneros de guerra no hay leyes.
Pero por lo general no se mata a los prisioneros de guerra. Se los convierte en esclavos.
En cuanto a la idea de que los animales son demasiado estúpidos para hablar por sí mismos, piensen en la siguiente secuencia de eventos. Cuando Albert Camus era niño en Argelia, su abuela le dijo que le trajera una de las gallinas del corral de su casa. Él obedeció y luego observó cómo la abuela le cortaba la cabeza al animal con un cuchillo de cocina y recogía la sangre en un cubo para no manchar el suelo. »El grito de agonía de aquella gallina se grabó con tanta fuerza en la memoria del chico que en mil novecientos cincuenta y ocho le hizo escribir un ataque apasionado contra la guillotina. En parte como resultado de aquella polémica, Francia abolió la pena capital. ¿Quién puede decir entonces que la gallina no habló?
Cualquiera que diga que a los animales la vida les importa menos que a nosotros no ha sostenido en sus manos a un animal que lucha por su vida. Todo el ser del animal se vuelca en esa lucha, sin reservas. Estoy de acuerdo cuando usted dice que a la lucha le falta una dimensión de horror imaginativo o intelectual. El horror intelectual no se encuentra en la modalidad del ser de los animales: todo su ser está en la carne viva.
(*) Elizabeth Costello es el álter ego de J. M. Coetzee
Las últimas dos películas que me llevaron al estremecimiento, la turbación y el llanto fueron: 127 horas y La Carretera.
127 horas, del premiado director Danny Boyle (¿Quién quiere ser millonario?) cuenta la historia real -habría que decir la odisea- de Aron Ralston (en la imagen). La desesperación, el delirio pero sobre todo un poderoso afán de sobrevivencia hacen de esta película una historia (real, insisto) inolvidable. Algunos datos para el público sensible:es la cinta que ha provocado 17 desmayos, 3 ataques de epilepsia y decenas de escenas de histeria, desmayos y vómito en salas de Europa y Australia. Basada en una historia real, la cinta recrea la experiencia que vivió Aron Ralston quien quedó atrapado debajo de una piedra y para liberarse se amputó su brazo con una navaja. La experiencia es tan real que algunos espectadores no la soportan.
Por otro lado, La Carretera, basada en la novela del narrador estadounidense Cormac McCarthy, es un drama futurista (quizá más cercano de lo que pensamos) en donde padre e hijo luchan por sobrevivir en un mundo que da sus últimas boqueadas: Viggo Mortensen y Kodi Smit-McPhee. La historia es cruda y el final conmovedor.