Desde muy niño, pude ver –por televisión, jamás en vivo– algunas corridas de toros. Seguramente las de Acho, en Lima, o acaso las que importábamos de México o de la Madre Patria.
Valga aclarar, de arranque, que yo siempre estaba –¿aun estoy?– del lado del toro; y, en consecuencia, guardaba la secreta esperanza de que quizá el pesado animal alguna vez consiguiera salir victorioso de la contienda (no tardé mucho en descubrir que esto no era improbable, sino imposible).
Celebraba con una mezcla de odio y placer –un espíritu revanchista visceral que se apodera de uno– cuando el astado conseguía embestir con éxito al torero: herirlo o levantarlo en peso y luego tumbarlo. Así, al verlo caído y asistido por sus congéneres, soñaba con una tregua o un fin de la horrorosa faena.
Cuando intuía que se acercaba el final, cambiaba de canal, pues casi nunca podía soportar ver al toro desparramarse de una manera truculenta ante una multitud exultante (pocas experiencias como ésta, me enseñaron, con tamaña aspereza, que nosotros también somos animales y nunca dejaremos de serlo).
En casa de la Mamá María, mi abuela materna, presencié por única vez cómo se degollaba a un carnerito para, más tarde, degustar una pantagrúelica cena. Recuerdo con nitidez cómo el filudo cuchillo traspasa el cogote y la sangre chisporrotea, mientras el animalito se deja caer y da sus últimas boqueadas.
Esa tarde no pude probar un bocado de la comida, la experiencia me había tocado. Pero, en verdad, su efecto no fue muy profundo, porque hasta el día de hoy sigo siendo un animal carnívoro.
Con los cuyes, en cambio, ya he cerrado filas. Una de las hermanas de mi padre criaba, en los altos de su antigua casa, cuyes y gallos de pelea. En cierta oportunidad nos invitó a almorzar y tuve el infortunio de ver a mi primo sacudiendo de una manera salvaje al inofensivo animal.
Desde que vi cómo echaban un mortal hilito de sangre por la nariz me juré jamás comer el cuy.
No obstante -y a despecho de estos infelices recuerdos de infancia-, haría mal en ocultar, que la mano de un maestro, como lo es Pedro Almodóvar, puede hacer que uno se enamore de las corridas, pues ellas son también rito y ceremonia. Gracias a Hable con ella, entendí (o intenté hacerlo) que el torero es un artista que se juega la vida y, hasta de cierta forma, se merece respeto o admiración.
Todos estos recuerdos los escupo en el teclado, casi al paso, por culpa de la maldita de Elizabeth Costello (*), quien viene a continuación.
Valga aclarar, de arranque, que yo siempre estaba –¿aun estoy?– del lado del toro; y, en consecuencia, guardaba la secreta esperanza de que quizá el pesado animal alguna vez consiguiera salir victorioso de la contienda (no tardé mucho en descubrir que esto no era improbable, sino imposible).
Celebraba con una mezcla de odio y placer –un espíritu revanchista visceral que se apodera de uno– cuando el astado conseguía embestir con éxito al torero: herirlo o levantarlo en peso y luego tumbarlo. Así, al verlo caído y asistido por sus congéneres, soñaba con una tregua o un fin de la horrorosa faena.
Cuando intuía que se acercaba el final, cambiaba de canal, pues casi nunca podía soportar ver al toro desparramarse de una manera truculenta ante una multitud exultante (pocas experiencias como ésta, me enseñaron, con tamaña aspereza, que nosotros también somos animales y nunca dejaremos de serlo).
En casa de la Mamá María, mi abuela materna, presencié por única vez cómo se degollaba a un carnerito para, más tarde, degustar una pantagrúelica cena. Recuerdo con nitidez cómo el filudo cuchillo traspasa el cogote y la sangre chisporrotea, mientras el animalito se deja caer y da sus últimas boqueadas.
Esa tarde no pude probar un bocado de la comida, la experiencia me había tocado. Pero, en verdad, su efecto no fue muy profundo, porque hasta el día de hoy sigo siendo un animal carnívoro.
Con los cuyes, en cambio, ya he cerrado filas. Una de las hermanas de mi padre criaba, en los altos de su antigua casa, cuyes y gallos de pelea. En cierta oportunidad nos invitó a almorzar y tuve el infortunio de ver a mi primo sacudiendo de una manera salvaje al inofensivo animal.
Desde que vi cómo echaban un mortal hilito de sangre por la nariz me juré jamás comer el cuy.
No obstante -y a despecho de estos infelices recuerdos de infancia-, haría mal en ocultar, que la mano de un maestro, como lo es Pedro Almodóvar, puede hacer que uno se enamore de las corridas, pues ellas son también rito y ceremonia. Gracias a Hable con ella, entendí (o intenté hacerlo) que el torero es un artista que se juega la vida y, hasta de cierta forma, se merece respeto o admiración.
Todos estos recuerdos los escupo en el teclado, casi al paso, por culpa de la maldita de Elizabeth Costello (*), quien viene a continuación.
Los animales no esconden sus excrementos y practican el acto sexual en público. Carecen de sentido de la vergüenza: eso es lo que los distingue de nosotros. Pero la idea básica sigue siendo la suciedad. Los animales tienen hábitos sucios; así que están excluidos. La vergüenza es lo que lo convierte a uno en ser humano, la vergüenza por estar sucio. Adán y Eva: el mito fundacional. Antes no éramos más que animales que vivíamos todos juntos.
En mi opinión, las corridas de toros nos dan una pista. Matemos a la bestia por todos los medios, dicen, pero convirtámoslo en un combate, en un ritual, y honremos a nuestro adversario por su fuerza y su bravura. Y comámoslo, después de haberlo vencido, para que su fuerza y su coraje entren en nosotros. Mirémoslo a los ojos antes de matarlo y démosle las gracias después. Cantemos canciones sobre él.
»A eso lo llamamos primitivismo. Es una actitud fácil de criticar. Es muy masculina, muy masculinista. No hay que confiar en sus ramificaciones políticas. Pero, a fin de cuentas, a un nivel ético, sigue habiendo algo atractivo en ella.
»Sin embargo, también es poco práctico. Uno no alimenta a cuatro mil millones de personas mediante los esfuerzos de toreros y cazadores de ciervos armados con arcos y flechas. Somos demasiados. No hay tiempo para respetar y honrar a todos los animales que necesitamos para alimentarnos. Necesitamos fábricas de muerte. Necesitamos animales de fábrica. Chicago nos mostró la forma. Los nazis aprendieron a procesar cuerpos de los mataderos de Chicago.
»A eso lo llamamos primitivismo. Es una actitud fácil de criticar. Es muy masculina, muy masculinista. No hay que confiar en sus ramificaciones políticas. Pero, a fin de cuentas, a un nivel ético, sigue habiendo algo atractivo en ella.
»Sin embargo, también es poco práctico. Uno no alimenta a cuatro mil millones de personas mediante los esfuerzos de toreros y cazadores de ciervos armados con arcos y flechas. Somos demasiados. No hay tiempo para respetar y honrar a todos los animales que necesitamos para alimentarnos. Necesitamos fábricas de muerte. Necesitamos animales de fábrica. Chicago nos mostró la forma. Los nazis aprendieron a procesar cuerpos de los mataderos de Chicago.
La gente se queja de que tratamos a los animales como a objetos, pero la verdad es que los tratamos como a prisioneros de guerra. ¿Sabías que cuando se abrieron al público los primeros zoos los guardianes tenían que proteger a los animales porque el público los atacaba? El público pensaba que los animales estaban allí para que la gente los atacara y los insultara, como a los prisioneros en un desfile de victoria. Una vez libramos una guerra contra los animales, que llamamos caza, aunque en realidad la guerra y la caza son lo mismo (Aristóteles lo vio claramente). La guerra se prolongó durante millones de años. Hace unos pocos siglos que la ganamos, cuando inventamos las armas de fuego. Solamente después de lograr una victoria absoluta nos hemos podido permitir cultivar la compasión. Pero nuestra compasión es muy frágil.
Debajo hay una actitud más primitiva. El prisionero de guerra no pertenece a nuestra tribu. Podemos hacer lo que queramos con él. Podemos sacrificarlo a nuestros dioses. Podemos degollarlo, sacarle el corazón y tirarlo al fuego. En lo tocante a los prisioneros de guerra no hay leyes.
Pero por lo general no se mata a los prisioneros de guerra. Se los convierte en esclavos.
En cuanto a la idea de que los animales son demasiado estúpidos para hablar por sí mismos, piensen en la siguiente secuencia de eventos. Cuando Albert Camus era niño en Argelia, su abuela le dijo que le trajera una de las gallinas del corral de su casa. Él obedeció y luego observó cómo la abuela le cortaba la cabeza al animal con un cuchillo de cocina y recogía la sangre en un cubo para no manchar el suelo.
»El grito de agonía de aquella gallina se grabó con tanta fuerza en la memoria del chico que en mil novecientos cincuenta y ocho le hizo escribir un ataque apasionado contra la guillotina. En parte como resultado de aquella polémica, Francia abolió la pena capital. ¿Quién puede decir entonces que la gallina no habló?
Cualquiera que diga que a los animales la vida les importa menos que a nosotros no ha sostenido en sus manos a un animal que lucha por su vida. Todo el ser del animal se vuelca en esa lucha, sin reservas. Estoy de acuerdo cuando usted dice que a la lucha le falta una dimensión de horror imaginativo o intelectual. El horror intelectual no se encuentra en la modalidad del ser de los animales: todo su ser está en la carne viva.
Debajo hay una actitud más primitiva. El prisionero de guerra no pertenece a nuestra tribu. Podemos hacer lo que queramos con él. Podemos sacrificarlo a nuestros dioses. Podemos degollarlo, sacarle el corazón y tirarlo al fuego. En lo tocante a los prisioneros de guerra no hay leyes.
Pero por lo general no se mata a los prisioneros de guerra. Se los convierte en esclavos.
En cuanto a la idea de que los animales son demasiado estúpidos para hablar por sí mismos, piensen en la siguiente secuencia de eventos. Cuando Albert Camus era niño en Argelia, su abuela le dijo que le trajera una de las gallinas del corral de su casa. Él obedeció y luego observó cómo la abuela le cortaba la cabeza al animal con un cuchillo de cocina y recogía la sangre en un cubo para no manchar el suelo.
»El grito de agonía de aquella gallina se grabó con tanta fuerza en la memoria del chico que en mil novecientos cincuenta y ocho le hizo escribir un ataque apasionado contra la guillotina. En parte como resultado de aquella polémica, Francia abolió la pena capital. ¿Quién puede decir entonces que la gallina no habló?
Cualquiera que diga que a los animales la vida les importa menos que a nosotros no ha sostenido en sus manos a un animal que lucha por su vida. Todo el ser del animal se vuelca en esa lucha, sin reservas. Estoy de acuerdo cuando usted dice que a la lucha le falta una dimensión de horror imaginativo o intelectual. El horror intelectual no se encuentra en la modalidad del ser de los animales: todo su ser está en la carne viva.
(*) Elizabeth Costello es el álter ego de J. M. Coetzee
1 comment:
VAO, INTRESANTE ARTÍCULO!
De todo lo que he leído al respecto, sólo J. M. Coetzee me parece haber llegado hasta las últimas consecuencias, a través de su álter ego, Elizabeth Costello, para quien los camales donde se benefician vacas, corderos, cerdos, etcétera, son equivalentes a los hornos crematorios en que los nazis incineraron a los judíos. Por lo tanto, ningún ser viviente puede ser sacrificado sin que se cometa un crimen. Me pregunto cuántos de los partidarios de la supresión de las corridas están dispuestos a llevar sus convicciones hasta este extremo y aceptar un mundo en el que los seres humanos vivirían confinados en el vegetarianismo (o peor, en el frutarianismo) radical e intransigente de Elizabeth Costello.
Los enemigos de la tauromaquia se equivocan creyendo que la fiesta de los toros es un puro ejercicio de maldad en el que unas masas irracionales vuelcan un odio atávico contra la bestia. En verdad, detrás de la fiesta hay todo un culto amoroso y delicado en el que el toro es el rey.
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