2011/05/23

País de conejos suicidas

Escribe César Hildebrandt

Andy Riley es un múl­ti­ple artista bri­tá­nico que, entre otras muchas bellas cosas, ha creado unos per­tur­ba­do­res cone­ji­tos cuyo empeño mayor en la vida es morir. Esta mez­cla de inocen­cia cone­jil e incli­na­ción taná­tica me pro­duce un horror no exento de admi­ra­ción y, al mismo tiempo, el atrac­tivo hip­nó­tico y per­verso que sobre muchas per­so­nas ejer­cen los vacíos del abismo.

Los cone­ji­tos sui­ci­das de Riley me han hecho pen­sar, ade­más, en el Perú, que es un país que varias veces ha inten­tado matarse y que hoy está a punto de rein­ci­dir en tan inex­pli­ca­ble tarea.

Ese amor por la fata­li­dad es viejo en este viejo país.

Lo vimos cuando, desde aden­tro, mina­mos nues­tra con­fe­de­ra­ción con Boli­via. Estuvo pre­sente cuando deci­di­mos acom­pa­ñar a Boli­via, por honor, en una aven­tura bélica que sabía­mos que tenía­mos que per­der. Adqui­rió esplen­di­de­ces dege­ne­ra­das cuando el hijo del mayor trai­dor que estas tie­rras han parido —Mariano Igna­cio Prado— pudo ser, dos veces, pre­si­dente de la repú­blica. O, antes, cuando per­mi­ti­mos el saqueo del guano per­pe­trado por nues­tra oli­gar­quía y des­cui­da­mos el sur sali­trero por­que era más fácil cobrar impues­tos ridícu­los que extraer y pro­ce­sar esa riqueza. O cuando los Eche­ni­que y todos los que se le pare­cie­ron que­da­ron impu­nes. O cuando Drey­fus. O cuando suce­dió lo de los tre­nes inú­ti­les que enri­que­cie­ron a tanto sin­ver­güenza. O cuando depre­da­mos el mar hasta dejarlo exhausto. O cuando per­mi­ti­mos que todo se pusiera “en valor” y se ven­diera en nom­bre de un libe­ra­lismo que los libe­ra­les, cuando están en el poder, se encar­gan de no practicar.

O cuando le hici­mos la vida impo­si­ble a José Luis Bus­ta­mante y Rivero. O cuando sitia­mos al Apra hasta lograr que a Haya le pare­ciera bien comerse un cebi­che con Eudo­cio Ravi­nes. O cuando mata­mos a Heraud, exi­lia­mos a Rose, mal­tra­ta­mos a Basadre.

Y si quie­ren, más recien­te­mente: cuando per­mi­ti­mos que el país fuera un charco cha­po­teado por la pan­di­lla de Fuji­mori y la prensa fuera la puta con­ta­giante de la esquina mala.

Mata­mos al Perú y nos mata­mos con él cuando ele­gi­mos pre­si­dente por segunda vez a un hom­bre que había robado con denuedo durante cinco lar­gos años. Y nos mata­mos a lo Guyana, en man­cha, en ruma, cuando esta­mos a punto de reivin­di­car, para ver­güenza de nues­tros des­cen­dien­tes (espero), eso que Cotler ha lla­mado, como ento­mó­logo, “el lado más repul­sivo del Perú”.

¿Qué somos, qué es este país que ama­mos y detes­ta­mos a la vez? ¿Una tie­rra bal­día donde pre­va­le­cen los valo­res vio­len­tos de la horda? ¿O es que segui­mos siendo el país del oro y los escla­vos que decía Bolívar?

Un país no es un nom­bre ni una fron­tera y mucho menos una marca. Un país es una nación jun­tada por pro­pó­si­tos comu­nes y elevados.

No pode­mos unir­nos para ser menos, para degra­dar­nos, para per­der la dig­ni­dad. Para eso no hici­mos el Perú. Y, sin embargo, eso es lo que esta­mos haciendo, lo que podría­mos hacer, lo que la dere­cha anal­fa­beta desea que hagamos.

¿Y saben qué? Pocas veces he sen­tido ver­güenza de ser perio­dista. Ahora sí. Algún día alguien de los suyos les enros­trará tan­tas infa­mias. Espero vivir para verlo.

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