2016/12/10

Última llamada: homenaje a Oswaldo Reynoso

Oswaldo Reynoso (1931-2016)
Hoy, sábado 10 de diciembre, al mediodía (12.00 horas), le rendiremos un homenaje a Oswaldo Reynoso en la Sala Mariano Melgar de la UNSA (calle San Agustín). Recordemos que el año pasado Reynoso fue invitado al Hay Festival y visitó Arequipa por última vez.
Acá Última llamada, una nota-homenaje a mi querido amigo.

ÚLTIMA LLAMADA* 
Oswaldo Reynoso me llamó por teléfono aquella semana del mes de mayo para contarme que acababa de terminar un nuevo libro el título tentativo era Capricho en azul, pero que un editor capitalino lo estaba meciendo. No le llamaba la atención. Es más, de alguna forma le causaba satisfacción, pues él siempre había ido contracorriente: ateo sexual, narrador homosensual sí, homosensual, como se autodenominaba, callejero como nadie, marxista sin fisuras, cantinero pertinaz, maldito entre los más malditos, muy al estilo del Choro Plantado (uno de sus personajes de Los inocentes). Es decir, dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias.
Hace tiempo que no te leo. ¿Cómo estás?
Bien le mentí, no era necesario hablar de cosas desagradables. Todo bien.
Te noto medio ronco me dijo algo preocupado. ¿Cuándo vienes a Lima para almorzar en mi casa?
Espero que pronto respondí sin saber que nunca más volvería a verlo. Le he mandado a Ruhuan el primer borrador del libro
Otra vez publicaría en Arequipa para apoyar a la editorial de un joven estudiante de la Escuela de Literatura de la UNSA que Oswaldo había descrito en alguna de sus historias: «no es blanco ni fornido como los muchachos loncos de la campiña ni tiene rasgos europeos de los chocollos decentes de la ciudad. Es deslumbrantemente mestizo de tez gualda atemperada con delicados destellos de vainilla. Me dice que es arequipeño de segunda generación pues su abuelito por eso de la guerra interna tuvo que abandonar su pueblo ayacuchano famoso por sus contadores de cuentos y danzarines de tijeras situado en el límite con Arequipa. Se sonríe: Es el rostro de mi patria».
            Antes de colgar, hablamos de política y de la casi inevitable victoria de Keiko Fujimori en la segunda vuelta.  
         —Si esa desgracia ocurre, estoy pensando en formar parte de una tribu amazónica antes de morir, como la Machiguenga: ellos no tienen patria.
           Ahora recuerdo lo que le dijo su padre en su lecho de muerte: «Oswaldito, nunca te olvides de que yo muero sin patria». Fue para él muy doloroso, sin duda. Algo ha escrito sobre su visita juvenil a Tacna para conocer a sus ancestros, allí uno de sus tíos le contó que «en la década del veinte sus primos Reynoso Vigil, de diecisiete y diecinueve años, más o menos, vieron cómo una turba de soldados chilenos, vestidos de paisanos y haciéndose pasar como peruanos, saquearon la casa del doctor Basadre y le prendieron fuego. En este operativo, murió, por descuido, un oficial chileno. Cuando los altos mandos del ejército de ocupación se enteraron que estos jóvenes eran testigos de tal crimen, los secuestraron. Luego, los desaparecieron. Su madre no pudo soportar tal desgracia y murió de un paro cardíaco. Poco después, el padre falleció de pena. Por eso la  calle en la que vivían era conocida como Los Hermanos Reynoso».
            —¿Y sigue llevando ese nombre?
            —Durante la dictadura sangrienta de Fujimori no faltó un áulico que propuso cambiar el nombre de aquella calle por «Keiko Fujimori». Por fortuna, no prosperó esa vergonzosa iniciativa.
            «Quizá pronto ocurra», pienso para mis adentros y sé que Oswaldo fue el hermano mayor que no tuve. Pero también fue el hermano menor al que siempre tienes que acompañar y proteger porque sientes que nunca deja de ser inocente (porque comprendes que es más lábil y sensible que tú). Tuvo toda la razón Manuel Morales cuando le dijo: «hemos salido a la calle, a la cantina con radiola, al billar, al burdel, porque hemos comprendido que ha llegado la hora de desahuevar a la literatura peruana».
            Reynoso —compañero urgente, narrador subversivo— te desahueva con cariño, picardía, con jerga en estado puro que gracias a él se torna poética: te inicia, te jode, te inquieta, pero por sobre todas las cosas te seduce. Deja huella. Impronta. Te hace parte de su séquito de rebeldes, nocturnos y callejeros irredentos.
¿Cómo conocí su obra? Gracias a una de mis hermanas, quien solía robar libros de la biblioteca de los abuelos. Íbamos todos los domingos a donde la Mamá María y, luego del almuerzo, ella aprovechaba la siesta de la prole para escabullirse por los  cuartos de la añosa vivienda y accedía a la biblioteca donde uno podía encontrarse con Arguedas, Cortázar o Camus.
Cuando nos despedíamos de la Mamá María, mi hermana empezaba a leer en el coche los libros que había escondido entre su ropa. Recuerdo con nitidez aquella ocasión cuando la vi sostener dos novelas: El coronel no tiene quien le escriba y En octubre no hay milagros. Abrió la novela de Reynoso para, ávida, echarle una ojeada y, de pronto, la noté turbada, un enigmático rubor se había apoderado de ella: negó moviendo la cabeza —insobornable señal de reprobación— y cerró el libro. Luego acudió apresurada a la notable historia de García Márquez y, ahora sí, todo volvió a la normalidad. ¿Qué había encontrado en aquel libro que generó en ella tal rechazo? Lo supe llegando a casa cuando ese «giragiragiragira» de la cabeza de don José de San Martín me hizo ponerme en la piel de Leonardo y sentir aromas inéditos: «el olor arrecho del mar en mis manos. Olor a Cigarro Inca, fuerte. Olor de ruda con incienso. Olor de puta morena.  Olor azulino en lengüitas amarillas como llama de cirio prendido. Olor de procesión. Y los morenos de la Santa Hermandad estarán sacando de Nazarenas al Señor. Y las velas encendidas estarán quemando pelos y rabos de beatas putas. Y los giles, serios, haciéndose los rezadores, se juntarán a las hermanas. Y con el pretexto del Señor, muy de mañana, comenzará el cochineo general».
            El último libro que publicó Oswaldo Reynoso incursionaba en el género epistolar: un narrador experimentado le escribía cartas —consejos— a un poeta en ciernes. Leí junto a él el borrador y tuve el privilegio de sugerirle el título: Arequipa lámpara incandescente. Aquella tarde, en su casa de Jesús María, acabábamos de comer unas pastas preparadas por él y la ventana abierta nos dejaba ver a un grupo de niños jugando en el parque Rafael Alberti. Hablamos mucho de la culpa. Ese sentimiento de mierda (que podía servir de mucho a la hora de escribir).
—¿Después de escribir este libro sientes que la culpa por fin se fue? —indagué.
—Sí —me dijo con voz entrecortada—, la culpa ya se fue.
Él me estaba mintiendo, por supuesto. El Profe Reynoso se sentía más culpable que nunca. Y no por mentirme, sino por otras cosas que no llegó a escribir.
Se puso de pie y se alejó de la mesa. Luego volvió con un viejo álbum de fotos que puso en mis manos:
—Avanza despacio —me ordenó, y empecé a pasar varias imágenes en blanco y negro hasta que me pidió que me detuviera. Un cúmulo de muchachos fotografiados junto a su maestro.
Oswaldo señaló al penúltimo de la segunda fila y me dijo:
—Él es Cara de Ángel.
En ese instante quise alzar mi teléfono celular para fotografiar la primicia, pero no lo hice. Llevado por el morbo me atreví a preguntar:
—¿Pero cómo se llama?
—Eso no te lo puedo decir.
—¿Por qué?
—Es una persona pública.
¿Acaso me mentía? No sé. No sé. No sé. Sólo estaba seguro de algo: la culpa, su culpa, mi culpa. «Y entonces en lo más hondo de mi estómago comenzó a ovillarse una angustia física que luego se desmadejaba dolorosamente en mis venas y acuchillaba mis sueños y azotaba inmisericorde mis memorias duermevelas y a esa angustia visceral había que darle un contenido psíquico y entonces venía la búsqueda desesperada en los olvidos de una palabra dicha al desgaire o de un mal gesto indeliberado o de un acto no pensado que hubiera podido desencadenar a mis espaldas un conflicto o una situación gravísima y entonces toda actitud vivida se hacía sospechosa y era el mismo proceso de exploración de culpa en el recuerdo que me atormentaba cuando adolescente caía de rodillas en el confesionario o cuando me metieron en una celda en el Perú sin formularme cargo alguno y entonces y entonces, ¿por qué te has quedado más de diez años en China?, ¿por masoquista?, ¿o a lo mejor porque querías expiar una culpa?, ¿o tal vez porque creías de verdad que ibas a encontrar en medio de tanto derrumbe y soledad la clave que te daría la felicidad?».
Oswaldo no ha muerto, faltara más: que se jodan todos los que se han tragado ese cuento.  Él está en alguna cantina con radiola esperándonos (a todos sus lectores) para celebrar la vida, para reírnos de la muerte. Para beber contigo hasta la última cerveza. Para asustarte con su mirada (o atraparte con su juventud ornada con canas): con su ternura, extraña, terrible. Para decirte al oído una verdad tan grande que bien te podría hacer temblar o lanzarte a vivir de veras: la vida sin libertad no es sólo fea, sino sucia.
Oswaldo Reynoso es por sobre todas las cosas una lámpara incandescente.
Espero tu llamada, chochera: no tardes mucho, las chelas se pueden calentar.
*Publicado en el semanario Hildebrandt en sus trece. Edición 301.

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