2008/11/07

Yo creo en EL PADRINO


"Yo creo en América". Con esta sentencia –que todavía resuena en mi mente y, de pronto, se aleja lentamente como la cámara que enfoca su abatido rostro–, el enterrador Bonasera da inicio a, quizá, el film más fascinante de todos los tiempos.
El Padrino (The Godfather, 1972) de Francis Ford Coppola, película basada en la novela homónima de su compatriota Mario Puzo, es una obra total, tan redonda y lograda que linda esa sobrehumana perfección que nos deja sin palabras, pero, eso sí, con un tumulto de inquietantes ideas confundidas con sensaciones nuevas. Si escritores como Tolstói, García Márquez o Grass, han sido capaces de elaborar ficciones totales –esas que, como La Guerra y la paz, Cien años de soledad, El tambor de hojalata , consuman el deicidio del que nos habla, y quiere a su vez alcanzar, Vargas Llosa a través de toda su prolífica obra–, pues hay, también, cineastas que han llegado a esa meta.
"Yo creo en El Padrino", aclaro sin esperar mucho, en mi calidad de cinéfilo en ciernes; y, antes de creer en él, lo siento no sólo como padrino, sino en su diversidad de formas y contrastes: como padre, esposo, amigo, o simplemente como el abuelo que jugando con su nieto encontró la muerte más feliz del mundo.
Marlon Brando le dio vida a un personaje apoteósico, complejo, pero ante todo, descarnadamente humano. Anteriormente, ya había sacudido y deslumbrado (¿alumbrado?) mi extraña adolescencia con la –en ese momento, para mí– cataclísmica escena de la mantequilla en El último tango de Paris de Bernardo Bertolucci (que, cronológicamente, apareció un año después pero que yo vi primero).
Aunque, si bien es cierto que Don Corleone (Marlon Brando) es el personaje más formidable de la película, los demás no se quedan atrás (pues hasta parecen competir, palmo a palmo, con él, a través de las más de tres horas del largometraje). Sobre todo Michael Corleone, encarnado con inobjetable solvencia por Al Pacino, quien, a través de sus fisuras y virajes existenciales, nos agobia y embelesa en simultáneo, para dejarnos, al final, un mensaje aterradoramente convincente: no somos uno, somos muchos, y es por eso que nunca terminaremos de conocernos, ni de comprendernos en el fuero más íntimo. Michael, el sensible y correcto Michael, laureado héroe de guerra, renuncia a ser otro vulgar "personajillo" más, y se convierte en un sucesor que está a la altura de las siniestras coyunturas familiares.
Para intentar entender el giro azaroso que da la vida de Michael Corleone uno puede recurrir a Camus (pero, como es obvio, no bastará): " Entre la certidumbre que tengo de mi existencia y el contenido que trato de dar a esta seguridad hay un foso que nunca se llenará. Seré siempre extraño a mí mismo. En psicología, como en lógica, hay verdades pero no verdad ".
Es un largometraje incombustible, con verdades pero sin verdad. Es por eso que guardo la tranquila certeza de que nunca llegaré a vislumbar todos los mensajes (visibles o cifrados) que en cada escena nos dejan Don Corleone, Michael, Sonny, Fredo, Carlo, Tezzio, Tom Hagen, Clemenza y un largo etcétera que termina en la escena final pero se que alarga hasta perderse en mi propia experiencia vital.
Más de una vez he intentado detenerme en cada uno de los vericuetos y resquicios de esta película para estudiarlos con lupa, pero caí en la cuenta de que mi labor era tan inútil y arriesgada como el describir al más caótico de los fractales utilizando términos geométricos tradicionales: ¿quién de todos ellos fue más perverso y quién más humano?
Confieso que he esperado, casi sin querer, hasta los veintiséis años de mi vida para poder enfrentarme a una película que me la ha cambiado por completo, cosa que agradezco con fervor. No me arrepiento de haber aplazado por tanto tiempo mi cita con esta joya artística. Es cierto, ya estoy casi peinando alguna cana; pero es una buena edad para poder aceptar la muerte de Vito Antolini, quien, en el transcurso del filme, fue mi padre… y lo seguirá siendo hasta la última de todas mis muertes.
La muerte de Don Corleone fue también la mía. Y fue, además, una experiencia edificante y altamente recomendable, porque en medio de mi confusión y desasosiego de solitario espectador atribulado, supo dar paso a la más clamorosa resurrección que yo encontré de inmediato en Michael: el relevo perfecto, la singularidad máxima o la vuelta de tuerca precisa. Sé que estas palabras resultarán inútiles e innecesarias, pero, a partir de El Padrino, Francis Ford Coppola, Marlon Brando y Al Pacino se convirtieron en mis ilustres compañeros de ruta.
En fin, a El Padrino le debo algo tan brutalmente genuino que expresarlo en palabras a estas alturas ya me resulta inaceptable, casi un insulto de esos que crispan hasta al ser más manso de la comarca. Y es que el calibre de la deuda que he adquirido al ver esta película es tan visible y a la vez tan recóndito que no se puede asir ni mucho menos avizorar: sólo sentir, sólo espectar. Si alguna vez intento saldar esta deuda pendiente no haré otra que cosa que horadar (con el concurso de todos los sentidos) mi capacidad de entendimiento hasta rebasar cualquier límite imaginable; puesto que la deuda que he contraído al ver esta película es sólo arte, y entonces sólo con arte la podré cancelar (o, a lo mucho, alargar esta deuda hasta el infinito).
Orlando Mazeyra
(2006)

1 comment:

Daniel Atúncar said...

geniel, una verdadera obra maestra, excelente música, grandes actuaciones, fotografía, argumento, momentos, diálogos,...uff....una joya de la cinematografía mundial