«Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado» (Jorge Luis Borges, El Sur).
2013/03/26
2013/03/19
Freno de mano
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Otro relato de Jordan Martín Jáuregui Meza |
Mi propia
ley es el roce de tu piel
A. C.
Estaba fumando de espaldas al
suelo, en el techo, mirando las estrellas. Pensaba una y otra vez en mi «lista
de cosas por hacer»: uno, olvidar a Fiorella; dos, dejar de pensar en ella;
tres, dejar de soñar con ella; cuatro, dejar de masturbarme pensando en su
mirada, aquella tarde, a media luz; cinco, dejar de fumar; seis, escribir algo.
Ahora que soy un cenicero humano, creo que puedo comenzar.
No quería ir a la facultad, me
hastiaba fingir ante mi padre. Me regaló una moto cuando ingresé, luego esta
laptop, en la que suelo refugiarme. «Quiero ser escritor», me repetía tontamente. No quería ir a ningún lado, así
que un día me encerré en el hotel Florentino, frente a la universidad.
Salía de casa y me iba directo allí, buscaba algunas putas en el periódico y
las esperaba, una a una, hora a hora, billete a billete, sueño a sueño. Llamaba
a María en la tarde y salía a pasear con ella. Así pasé varios meses.
Ella
todavía estaba en el colegio. Yo le inventaba alguna anécdota exagerada sobre
la vida universitaria. Me creía. Todo iba bien hasta que comenzó a contarme
cómo sus compañeros la manoseaban, cómo le gustaba y cuánto quería que yo
estuviera en clases con ella. Un día le dije: «Ya basta, carajo, deja de contarme esas huevadas». Desde entonces dejó de hacerlo. Pasaba el día en el
hotel, pensando en las manos de algún chico bajo su falda, en sus nalgas
frotándose contra el pantalón de alguno de ellos, en sus labios en los de algún
imbécil de ésos. De todas formas, la llamaba a las seis y nos veíamos. Siempre
lo hicimos en mi cuarto.
Con
mucha cautela, sacaba la tarjeta de la cartera de mi madre. Doscientos soles al
día, rompía de prisa el ticket de la transacción apenas salía del cajero (ni
siquiera quería verlo). Con el dinero en el bolsillo, comenzaba la rutina. Alondra era mi favorita. «Quiero ser tu mujer», me decía: «no importa si algún
día me caso, quiero estar contigo siempre»,
y yo, sin pensarlo, le prometía amor incondicional. Le dejaba el dinero dentro
de un libro, sobre la mesa de la habitación. Así perdí todos los de Cortázar.
Las demás no fueron muy memorables. Cierta vez casi me quedo dormido mientras
la mujer de turno se agitaba sobre mí. Se enojó un poco, no pude venirme —quizá
por la droga—, después de diez minutos se
fue.
Los
sábados salíamos en la moto, sin casco ni condones. Lo que no me gustaba de
María es que no la sabía chupar, sentía sus dientes, me hacía doler y me
retorcía como un gusano, haciendo gestos de placer e incomodidad. El exceso de
Postinores le produjo retrasos en el ciclo menstrual que poco nos importaban.
Nos besábamos en cada semáforo, si es que era necesario detenerse. Cuando iba a
mucha velocidad, comenzaba a bajar sus manos desde mi pecho, hacía mi falo. Lo
sujetaba fuertemente, yo aceleraba más, y ella lo apretaba aún más. A veces,
cuando iba despacio, se me antojaba decirle: «Jala el freno de mano, que quiero detenerme para besarte». A pesar de todo, aquellos fueron los peores días de
mi vida.
Nunca
estuve enamorado de María, sin embargo, entre los amigos era requisito tener
enamorada. Nos encontrábamos en la casa de Alfredo, entre cervezas y Calamaro.
Intercambiábamos nuestros celulares y leíamos los mensajes morbosos que ellas
nos mandaban. Nunca les conté lo de mis putas (tampoco hablábamos de la universidad,
pues creo que a todos nos llegaba al pincho). Un buen día, dejé de verlos. Yo
era el único que iba a la UNSA. Bastó con decirles «Mariátegui» y «marihuana», para
que dejaran de tratarme igual. Así que comencé a tomar solo, con la «Alta Suciedad»
en los audífonos, sentado en algún parque.
María tampoco estaba enamorada de mí,
quizá porque nunca entendí bien los códigos de su entorno. Un mal día supo lo
de Fiorella, fue la primera vez que dijo que me quería. Dejamos de vernos. La
última vez que estuvimos juntos, lloraba mucho, por los ojos y la vagina. Yo
escupí adentro suyo; y ella lo hizo también, meses después, cuando lloraba por
Fiore en algún parque que ya no quiero recordar.
Nunca supe ponerle freno de mano a la
melancolía. Quizá por eso quiero ser escritor.
Jordan Martín Jáuregui Meza
Watanabe: mire el cielo y dígame, ¿usted cree en Dios?
Allá por los años sesenta, Oswaldo Reynoso se reunió con Eleodoro Vargas Vicuña en un local bohemio de la época, y aburridos del clima
neblinoso de Lima, la horrible, decidieron viajar a Trujillo, no sin antes
dejar un letrero en la puerta del bar anunciando el viaje hacia la tierra de la
marinera. Cuando llegaron a Trujillo, era todavía muy temprano y tuvieron que
pasar unas horas en un hotel cerca a la Plaza de Armas.
Casi al
mediodía, ambos escritores salieron a dar una vuelta por las inmediaciones, y
se dieron con la sorpresa de encontrarse con parte de los narradores del
célebre Grupo Narración y algunos jóvenes trujillanos. Una hora después,
estaban en Huanchaco disfrutando de un sabroso ceviche y algunas botellas de
pisco. De regreso a Trujillo, en la parte trasera de una camioneta, iban
echados Oswaldo Reynoso y un joven trujillano. El joven le preguntó:
—Oswaldo, ¿usted cree en Dios?
—No sé, no te podría
responder.
—Mire el cielo y dígame: ¿usted cree en Dios?
Reynoso se
quedó contemplando el maravilloso cielo trujillano: limpio, sereno, de un
celeste intenso que brindaba una paz beatífica, y no supo qué responder.
Años
después, en un Congreso de Literatura al que fueron invitados Oswaldo Reynoso y
José Watanabe, el autor de El guardián del hielo le recordó a Reynoso que
el joven que le había preguntado aquella tarde trujillana sobre la existencia
de Dios era él.
Fuente: blog Amores bizarros.
Etiquetas:
José Watanabe,
Oswaldo Reynoso
2013/03/09
Nuevo Taller de Escritura Creativa arranca el 14 de marzo
Otra vez, gracias a la Asociación
Cultural La Casa de Cartón y Cascahuesos Editores, organizamos un taller de
escritura creativa “Las sombras de las palabras: a la caza de uno mismo”. Inicio:
jueves 14 de marzo. Inscripciones: Biblioteca del Centro Cultural Peruano
Norteamericano (Rivero 408). Las clases se dictarán en el CCPNA (Aula C-405)
los jueves y viernes de 5 p.m. a 7 p.m.
2013/03/07
¿Con qué sueñas, Landito?
Hace varios años (el 2005, para ser precisos), la escritora Claudia Ulloa lanzó el Proyecto Reciclaje en el que me atreví a participar entusiastamente con un texto titulado ¿Con qué sueñas, Landito?
Me siento feliz (agradecido con la vida) por haber
dejado varias cosas atrás. Dios permita que para siempre.
¿CON QUÉ SUEÑAS, LANDITO?
Dime con qué sueñas,
Landito: ¿con romperte la crisma en el baño de tu casa, o con aprender a
desmayarte los lunes en el patio de La Salle? ¿Con robar dinero del monedero de
tu madre para después correr a Mercaderes a comprar El Gráfico, o con descubrir
en la gaveta de tu padre videos pornográficos? ¿Sueñas quizá con las viejas
casas de madera de Mollendo, los acogedores bungalows de Mejía, o con las
chicas ebrias de Camaná?
Seguro que no sueñas con el terremoto que se llevará las altas aulas de sillar de tu monumental colegio; ni con el cura barbudo que, santiguándose, te prohibirá leer libros abyectos… ya descubrirás que sujetos como Vargas Llosa y Saramago son los Heraldos de Satanás.
Dime con qué sueñas, Landito. Dime, por favor, que no sueñas con perder el tiempo estudiando ingeniería informática para poder ser escritor…
Sueña lo que quieras, lo que te dé la gana… pero nunca te sueñes hinchado de cerveza, gastando tu primer sueldo sobre las tetas de una prostituta que cambia de nombre con cada suspiro… ni te sueñes jamás reciclando una foto, una de ésas que después de acusarte, te inhiba de soñar mas no de tararear:
Hubo un tiempo en que fui hermoso, y fui libre de verdad…
2013/03/04
Fin del taller de escritura creativa: La escritura como confesión...
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Lima, diciembre del 2009... la escritura como confesión. |
El viernes 01 de marzo
finalizamos el taller de escritura creativa Las sombras de las palabras: la
escritura como confesión. La clausura se llevará a cabo el día viernes 15 de
marzo de 2013 en la
Biblioteca del Centro Cultural Peruano Norteamericano.
Agradezco, en primer lugar, a
Carlos Rivera, Director de la Asociación
Cultural La
Casa de Cartón por volver a confiar en mí y todos los (nuevos) amigos
que participaron del taller (algunos repitiendo plato, pues ya lo habían hecho
el año pasado).
Es posible que se realice otro
taller en el mes de marzo. Los interesados escribir a mazeyra@gmail.com o a ciudadanocarlosrivera@hotmail.com
BESTIARIO DE ROSTROS*
Escribe Jordan Jáuregui (alumno del taller)
20 de febrero
Orlando nos ha pedido escribir un cuento para el taller. Pero no me siento
capaz siquiera de contar cómo fue mi viaje de regreso en combi que es lo que,
usualmente, suelo contarme, todas las noches, después de ir al baño. «Cortarme»
más que «contarme»: ese pedazo del tiempo y rebanarlo en fotogramas para
apreciar la cara sudorosa e indiferente de la gente. Así mantengo mi bestiario
de rostros que, uno por uno, intentaré encajar algún día en la historia que
olvido antes de decir: «bajo en la esquina».
No
llevo borradores, pues nunca en mi vida he escrito un cuento.
21 de febrero
Me
quedé sin dinero para el pasaje. No reniego, me gusta caminar. Hoy conté cuatro
parejas caminando de la mano, dos policías, tres semáforos, cinco teléfonos
públicos y un tipo que entregaba volantes. Los teléfonos me dolían, por eso los
conté más. Es que venía pensando en qué decirle al llamarla, si es que me
atrevía a hacerlo, porque, de puro nerviosismo, sudo hasta las palabras cuando
la oigo hablar. Quería decirle que me existe como un líquido que se hace
ganglios en mis ojos, que es un mar, que me extraño —sí, a ella no— porque estoy perdido y no me encuentro; por
eso no la llamo.
22 de febrero
Tomé
mucho licor antes de marcar su número, no quiero recordarlo. Cuando comencé a
soltar groserías previsibles —como
«te amo» y «me has cambiado mucho»—, colgó y
rompí la botella contra el piso. Estoy ebrio en una cabina de internet. Tengo
ganas de cagar, de llorar, de correr, de matar. Este blog nunca será leído y
ésa es mi única esperanza.
25 de febrero
El
último viernes pedí permiso para usar el baño de unas cabinas por la avenida
Independencia. No había papel higiénico, apenas tenía un volante arrugado en el
bolsillo. Había una anotación atrás que no recordaba haberle hecho, porque
suelo llevar el número de Ale en algún papel que siempre preparo para llamarla,
incluso con las cosas que quiero decirle (y que acostumbro romper antes de
cometer alguna estupidez). Decía algo más o menos así:
X
Este es
el único volante que he marcado. Voy a matarme bebiendo ácido porque siento
todas mis vísceras malogradas, ya no las puedo soportar dentro de mí. Tal vez
esta sea mi última forma de buscar ayuda. Contáctame, por favor, mi correo es
clemente56@hotmail... y la contraseña es: 156posible
Acabo
de enviarle un mensaje y no sé por qué no me atrevo a abrir su correo.
27 de febrero
El
sujeto del volante no ha respondido y, por más que trato, no logro recordar su
rostro (¿alguna vez lo vi?, ¿forma parte de mi bestiario de rostros?). Ahora
tengo la bandeja de entrada de su correo abierta. Más allá de los dos mensajes
que le envié, todos son mails que él
mismo se ha enviado: diez en total, aparentemente su nombre es Clemente
Salinas.
Los
tres primeros correos tienen fotos (dos de ellos con una mujer), el cuarto
tiene la letra de una canción, el quinto es una escueta despedida que dirigió a
sus padres, del sexto al décimo se repite uno: el último.
28 de julio
Esta
mañana, durante el desayuno, vi la parada militar por televisión, no podía
dejar de pensar en aquel soldado desertor que me pidió ayuda en un
volante. Él se quería matar porque,
después de violarlo, le hicieron probar el semen de todos sus compañeros.
Ya
no me acerco a casa de Ale. Tampoco la llamo. Porque su papá es oficial del
Ejército. Dicen que mata perros y, en verdad, le tengo miedo (sobre todo a su
rostro que jamás quisiera incluir en mi bestiario íntimo). Evito ver los
noticieros porque dicen que la gente sufre, suda, muere… y, si no muere,
entonces mata o muerde… también dicen que los perros
muerden (y yo sólo quiero acariciarlos).
Sobre el autor: Jordan Martín Jáuregui Meza. El día que deje de encontrar momentos de mi vida en las canciones de Andrés
Calamaro, dejaré de escribir… y estaré a salvo de todos ustedes.
* Publicado en el portal LIMA GRIS (clic acá)
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