2010/12/10

La Compañía de Jesús


Angel de la guarda,
dulce compañía:
no me desampares
ni de noche ni de día...

En la edición de diciembre del Proyecto Sherezade aparece mi relato La Compañía de Jesús que es, o vendría a ser, un pequeño tributo a la noche, a mis amigos –cómplices de las más impensadas incursiones nocturnas– y, desde luego, a mí mismo.
Mi mamá me cuenta que luego de rezarle al Ángel de la guarda (cosa que hacía todas las noches antes de acostarme), alguna vez le pregunté:
–Mamá, ¿en qué parte de mi cama va a dormir el Ángel de la guarda?
–¿Por qué me preguntas eso, hijito?
–Porque quiero hacerle un campito

A pesar de mi errática fe, intuyo que Algo o Alguien siempre estuvo a mi lado.

No lo podría demostrar, desde luego. Se trata de un pálpito o quizá –y esta idea me seduce más– de una ficción espléndida. Todavía faltan cosas por develar(se). Ojalá la vida alcance.
De volver a la infancia, le volvería a rezar a mi Ángel de la guarda. Y, sin duda, le haría un campito mucho más grande.
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La Compañía de Jesús es la historia de un joven de Arequipa a quien un amigo aconseja que se gane un dinero extra ejerciendo la prostitución. Para leer el cuento hacer clic aquí (o ir al enlace: http://home.cc.umanitoba.ca/~fernand4/compania.html).

2010/12/07

Elogio de la lectura y la ficción: discurso Nobel de Mario Vargas Llosa


Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio De La Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar junto a d’Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.
La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras.
Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y llorar leyendo los poemas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y también el abuelo Pedro, de gran nariz y calva reluciente, que celebraba mis versos, y el tío Lucho que tanto me animó a volcarme en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura, en aquel tiempo y lugar, alimentara tan mal a sus cultores. Toda la vida he tenido a mi lado gentes así, que me querían y alentaban, y me contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin duda, también, a mi terquedad y algo de suerte, he podido dedicar buena parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y maravilla que es escribir, crear una vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad, que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el caos, embellece lo feo, eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero.
No era fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos? Por fortuna, allí estaban los maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia. Faulkner, que es la forma –la escritura y la estructura– lo que engrandece o empobrece los temas. Martorell, Cervantes, Dickens, Balzac, Tolstoi, Conrad, Thomas Mann, que el número y la ambición son tan importantes en una novela como la destreza estilística y la estrategia narrativa. Sartre, que las palabras son actos y que una novela, una obra de teatro, un ensayo, comprometidos con la actualidad y las mejores opciones, pueden cambiar el curso de la historia. Camus y Orwell, que una literatura desprovista de moral es inhumana y Malraux que el heroísmo y la épica cabían en la actualidad tanto como en el tiempo de los argonautas, la Odisea y la Ilíada.
Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho sus sombras nos sumirían en la oscuridad. Son innumerables. Además de revelarme los secretos del oficio de contar, me hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar sus hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las peores circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias.
Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola.
Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana. Esa comprobación, si echa raíces en la sensibilidad y la conciencia, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de aceptar las mentiras de quienes quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores y carceleros viven más seguros y mejor.
La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el corazón de los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú. Cuando Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julián Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor Juan Dahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, o advertimos que todos los pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos, el estremecimiento es semejante en el lector que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez.
Como todas las épocas han tenido sus espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la de los terroristas suicidas, antigua especie convencida de que matando se gana el paraíso, que la sangre de los inocentes lava las afrentas colectivas, corrige las injusticias e impone la verdad sobre las falsas creencias. Innumerables víctimas son inmoladas cada día en diversos lugares del mundo por quienes se sienten poseedores de verdades absolutas. Creíamos que, con el desplome de los imperios totalitarios, la convivencia, la paz, el pluralismo, los derechos humanos, se impondrían y el mundo dejaría atrás los holocaustos, genocidios, invasiones y guerras de exterminio. Nada de eso ha ocurrido. Nuevas formas de barbarie proliferan atizadas por el fanatismo y, con la multiplicación de armas de destrucción masiva, no se puede excluir que cualquier grupúsculo de enloquecidos redentores provoque un día un cataclismo nuclear. Hay que salirles al paso, enfrentarlos y derrotarlos. No son muchos, aunque el estruendo de sus crímenes retumbe por todo el planeta y nos abrumen de horror las pesadillas que provocan. No debemos dejarnos intimidar por quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos ido conquistando en la larga hazaña de la civilización. Defendamos la democracia liberal, que, con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternancia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida feral y acercándonos –aunque nunca llegaremos a alcanzarla– a la hermosa y perfecta vida que finge la literatura, aquella que sólo inventándola, escribiéndola y leyéndola podemos merecer. Enfrentándonos a los fanáticos homicidas defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad.
En mi juventud, como muchos escritores de mi generación, fui marxista y creí que el socialismo sería el remedio para la explotación y las injusticias sociales que arreciaban en mi país, América Latina y el resto del Tercer Mundo. Mi decepción del estatismo y el colectivismo y mi tránsito hacia el demócrata y el liberal que soy –que trato de ser– fue largo, difícil, y se llevó a cabo despacio y a raíz de episodios como la conversión de la Revolución Cubana, que me había entusiasmado al principio, al modelo autoritario y vertical de la Unión Soviética, el testimonio de los disidentes que conseguía escurrirse entre las alambradas del Gulag, la invasión de Checoeslovaquia por los países del Pacto de Varsovia, y gracias a pensadores como Raymond Aron, Jean-François Revel, Isaiah Berlin y Karl Popper, a quienes debo mi revalorización de la cultura democrática y de las sociedades abiertas. Esos maestros fueron un ejemplo de lucidez y gallardía cuando la intelligentsia de Occidente parecía, por frivolidad u oportunismo, haber sucumbido al hechizo del socialismo soviético, o, peor todavía, al aquelarre sanguinario de la revolución cultural china.
De niño soñaba con llegar algún día a París porque, deslumbrado con la literatura francesa, creía que vivir allí y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire, Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero escritor, que si no salía del Perú sólo sería un seudo escritor de días domingos y feriados. Y la verdad es que debo a Francia, a la cultura francesa, enseñanzas inolvidables, como que la literatura es tanto una vocación como una disciplina, un trabajo y una terquedad. Viví allí cuando Sartre y Camus estaban vivos y escribiendo, en los años de Ionesco, Beckett, Bataille y Cioran, del descubrimiento del teatro de Brecht y el cine de Ingmar Bergman, el TNP de Jean Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de la Nouvelle Vague y le Nouveau Roman y los discursos, bellísimas piezas literarias, de André Malraux, y, tal vez, el espectáculo más teatral de la Europa de aquel tiempo, las conferencias de prensa y los truenos olímpicos del general de Gaulle. Pero, acaso, lo que más le agradezco a Francia sea el descubrimiento de América Latina. Allí aprendí que el Perú era parte de una vasta comunidad a la que hermanaban la historia, la geografía, la problemática social y política, una cierta manera de ser y la sabrosa lengua en que hablaba y escribía. Y que en esos mismos años producía una literatura novedosa y pujante. Allí leí a Borges, a Octavio Paz, Cortázar, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti, Carpentier, Edwards, Donoso y muchos otros, cuyos escritos estaban revolucionando la narrativa en lengua española y gracias a los cuales Europa y buena parte del mundo descubrían que América Latina no era sólo el continente de los golpes de Estado, los caudillos de opereta, los guerrilleros barbudos y las maracas del mambo y el chachachá, sino también ideas, formas artísticas y fantasías literarias que trascendían lo pintoresco y hablaban un lenguaje universal.

De entonces a esta época, no sin tropiezos y resbalones, América Latina ha ido progresando, aunque, como decía el verso de César Vallejo, todavía Hay, hermanos, muchísimo que hacer. Padecemos menos dictaduras que antaño, sólo Cuba y su candidata a secundarla, Venezuela, y algunas seudodemocracias populistas y payasas, como las de Bolivia y Nicaragua. Pero en el resto del continente, mal que mal, la democracia está funcionando, apoyada en amplios consensos populares, y, por primera vez en nuestra historia, tenemos una izquierda y una derecha que, como en Brasil, Chile, Uruguay, Perú, Colombia, República Dominicana, México y casi todo Centroamérica, respetan la legalidad, la libertad de crítica, las elecciones y la renovación en el poder. Ése es el buen camino y, si persevera en él, combate la insidiosa corrupción y sigue integrándose al mundo, América Latina dejará por fin de ser el continente del futuro y pasará a serlo del presente.
Nunca me he sentido un extranjero en Europa, ni, en verdad, en ninguna parte. En todos los lugares donde he vivido, en París, en Londres, en Barcelona, en Madrid, en Berlín, en Washington, Nueva York, Brasil o la República Dominicana, me sentí en mi casa. Siempre he hallado una querencia donde podía vivir en paz y trabajando, aprender cosas, alentar ilusiones, encontrar amigos, buenas lecturas y temas para escribir. No me parece que haberme convertido, sin proponérmelo, en un ciudadano del mundo, haya debilitado eso que llaman “las raíces”, mis vínculos con mi propio país –lo que tampoco tendría mucha importancia–, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no seguirían alimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis historias, aun cuando éstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fuera del país donde nací ha fortalecido más bien aquellos vínculos, añadiéndoles una perspectiva más lúcida, y la nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene reverberando los recuerdos. El amor al país en que uno nació no puede ser obligatorio, sino, al igual que cualquier otro amor, un movimiento espontáneo del corazón, como el que une a los amantes, a padres e hijos, a los amigos entre sí.
Al Perú yo lo llevo en las entrañas porque en él nací, crecí, me formé, y viví aquellas experiencias de niñez y juventud que modelaron mi personalidad, fraguaron mi vocación, y porque allí amé, odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me afecta más, me conmueve y exaspera más que lo que sucede en otras partes. No lo he buscado ni me lo he impuesto, simplemente es así. Algunos compatriotas me acusaron de traidor y estuve a punto de perder la ciudadanía cuando, durante la última dictadura, pedí a los gobiernos democráticos del mundo que penalizaran al régimen con sanciones diplomáticas y económicas, como lo he hecho siempre con todas las dictaduras, de cualquier índole, la de Pinochet, la de Fidel Castro, la de los talibanes en Afganistán, la de los imanes de Irán, la del apartheid de Africa del Sur, la de los sátrapas uniformados de Birmania (hoy Myanmar). Y lo volvería a hacer mañana si –el destino no lo quiera y los peruanos no lo permitan– el Perú fuera víctima una vez más de un golpe de estado que aniquilara nuestra frágil democracia. Aquella no fue la acción precipitada y pasional de un resentido, como escribieron algunos polígrafos acostumbrados a juzgar a los demás desde su propia pequeñez. Fue un acto coherente con mi convicción de que una dictadura representa el mal absoluto para un país, una fuente de brutalidad y corrupción y de heridas profundas que tardan mucho en cerrar, envenenan su futuro y crean hábitos y prácticas malsanas que se prolongan a lo largo de las generaciones demorando la reconstrucción democrática. Por eso, las dictaduras deben ser combatidas sin contemplaciones, por todos los medios a nuestro alcance, incluidas las sanciones económicas. Es lamentable que los gobiernos democráticos, en vez de dar el ejemplo, solidarizándose con quienes, como las Damas de Blanco en Cuba, los resistentes venezolanos, o Aung San Suu Kyi y Liu Xiaobo, que se enfrentan con temeridad a las dictaduras que sufren, se muestren a menudo complacientes no con ellos sino con sus verdugos. Aquellos valientes, luchando por su libertad, también luchan por la nuestra.
Un compatriota mío, José María Arguedas, llamó al Perú el país de “todas las sangres”. No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Eso somos y eso llevamos dentro todos los peruanos, nos guste o no: una suma de tradiciones, razas, creencias y culturas procedentes de los cuatro puntos cardinales. A mí me enorgullece sentirme heredero de las culturas prehispánicas que fabricaron los tejidos y mantos de plumas de Nazca y Paracas y los ceramios mochicas o incas que se exhiben en los mejores museos del mundo, de los constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kuelap, Sipán, las huacas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los españoles que, con sus alforjas, espadas y caballos, trajeron al Perú a Grecia, Roma, la tradición judeo-cristiana, el Renacimiento, Cervantes, Quevedo y Góngora, y la lengua recia de Castilla que los Andes dulcificaron. Y de que con España llegara también el África con su reciedumbre, su música y su efervescente imaginación a enriquecer la heterogeneidad peruana. Si escarbamos un poco descubrimos que el Perú, como el Aleph de Borges, es en pequeño formato el mundo entero. ¡Qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene una identidad porque las tiene todas!
La conquista de América fue cruel y violenta, como todas las conquistas, desde luego, y debemos criticarla, pero sin olvidar, al hacerlo, que quienes cometieron aquellos despojos y crímenes fueron, en gran número, nuestros bisabuelos y tatarabuelos, los españoles que fueron a América y allí se acriollaron, no los que se quedaron en su tierra. Aquellas críticas, para ser justas, deben ser una autocrítica. Porque, al independizarnos de España, hace doscientos años, quienes asumieron el poder en las antiguas colonias, en vez de redimir al indio y hacerle justicia por los antiguos agravios, siguieron explotándolo con tanta codicia y ferocidad como los conquistadores, y, en algunos países, diezmándolo y exterminándolo. Digámoslo con toda claridad: desde hace dos siglos la emancipación de los indígenas es una responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido. Ella sigue siendo una asignatura pendiente en toda América Latina. No hay una sola excepción a este oprobio y vergüenza.
Quiero a España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el agradecimiento que le tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta tribuna, ni a ser un escritor conocido, y tal vez, como tantos colegas desafortunados, andaría en el limbo de los escribidores sin suerte, sin editores, ni premios, ni lectores, cuyo talento acaso –triste consuelo– descubriría algún día la posteridad. En España se publicaron todos mis libros, recibí reconocimientos exagerados, amigos como Carlos Barral y Carmen Balcells y tantos otros se desvivieron porque mis historias tuvieran lectores. Y España me concedió una segunda nacionalidad cuando podía perder la mía. Jamás he sentido la menor incompatibilidad entre ser peruano y tener un pasaporte español porque siempre he sentido que España y el Perú son el anverso y el reverso de una misma cosa, y no sólo en mi pequeña persona, también en realidades esenciales como la historia, la lengua y la cultura.
De todos los años que he vivido en suelo español, recuerdo con fulgor los cinco que pasé en la querida Barcelona a comienzos de los años setenta. La dictadura de Franco estaba todavía en pie y aún fusilaba, pero era ya un fósil en hilachas, y, sobre todo en el campo de la cultura, incapaz de mantener los controles de antaño. Se abrían rendijas y resquicios que la censura no alcanzaba a parchar y por ellas la sociedad española absorbía nuevas ideas, libros, corrientes de pensamiento y valores y formas artísticas hasta entonces prohibidos por subversivos. Ninguna ciudad aprovechó tanto y mejor que Barcelona este comienzo de apertura ni vivió una efervescencia semejante en todos los campos de las ideas y la creación. Se convirtió en la capital cultural de España, el lugar donde había que estar para respirar el anticipo de la libertad que se vendría. Y, en cierto modo, fue también la capital cultural de América Latina por la cantidad de pintores, escritores, editores y artistas procedentes de los países latinoamericanos que allí se instalaron, o iban y venían a Barcelona, porque era donde había que estar si uno quería ser un poeta, novelista, pintor o compositor de nuestro tiempo. Para mí, aquellos fueron unos años inolvidables de compañerismo, amistad, conspiraciones y fecundo trabajo intelectual. Igual que antes París, Barcelona fue una Torre de Babel, una ciudad cosmopolita y universal, donde era estimulante vivir y trabajar, y donde, por primera vez desde los tiempos de la guerra civil, escritores españoles y latinoamericanos se mezclaron y fraternizaron, reconociéndose dueños de una misma tradición y aliados en una empresa común y una certeza: que el final de la dictadura era inminente y que en la España democrática la cultura sería la protagonista principal.
Aunque no ocurrió así exactamente, la transición española de la dictadura a la democracia ha sido una de las mejores historias de los tiempos modernos, un ejemplo de como, cuando la sensatez y la racionalidad prevalecen y los adversarios políticos aparcan el sectarismo en favor del bien común, pueden ocurrir hechos tan prodigiosos como los de las novelas del realismo mágico. La transición española del autoritarismo a la libertad, del subdesarrollo a la prosperidad, de una sociedad de contrastes económicos y desigualdades tercermundistas a un país de clases medias, su integración a Europa y su adopción en pocos años de una cultura democrática, ha admirado al mundo entero y disparado la modernización de España. Ha sido para mí una experiencia emocionante y aleccionadora vivirla de muy cerca y a ratos desde dentro. Ojalá que los nacionalismos, plaga incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta historia feliz.
Detesto toda forma de nacionalismo, ideología –o, más bien, religión– provinciana, de corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto con la religión, el nacionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales y la sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insensatas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales.
No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del “otro”, siempre semilla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierra donde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños, paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos de la memoria y escudos contra la soledad. La patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver.
El Perú es para mí una Arequipa donde nací pero nunca viví, una ciudad que mi madre, mis abuelos y mis tíos me enseñaron a conocer a través de sus recuerdos y añoranzas, porque toda mi tribu familiar, como suelen hacer los arequipeños, se llevó siempre a la Ciudad Blanca con ella en su andariega existencia. Es la Piura del desierto, el algarrobo y el sufrido burrito, al que los piuranos de mi juventud llamaban “el pie ajeno” –lindo y triste apelativo–, donde descubrí que no eran las cigüeñas las que traían los bebes al mundo sino que los fabricaban las parejas haciendo unas barbaridades que eran pecado mortal. Es el Colegio San Miguel y el Teatro Variedades donde por primera vez vi subir al escenario una obrita escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y Colón, en el Miraflores limeño –la llamábamos el Barrio Alegre–, donde cambié el pantalón corto por el largo, fumé mi primer cigarrillo, aprendí a bailar, a enamorar y a declararme a las chicas. Es la polvorienta y temblorosa redacción del diario La Crónica donde, a mis dieciséis años, velé mis primeras armas de periodista, oficio que, con la literatura, ha ocupado casi toda mi vida y me ha hecho, como los libros, vivir más, conocer mejor el mundo y frecuentar a gente de todas partes y de todos los registros, gente excelente, buena, mala y execrable. Es el Colegio Militar Leoncio Prado, donde aprendí que el Perú no era el pequeño reducto de clase media en el que yo había vivido hasta entonces confinado y protegido, sino un país grande, antiguo, enconado, desigual y sacudido por toda clase de tormentas sociales. Son las células clandestinas de Cahuide en las que con un puñado de sanmarquinos preparábamos la revolución mundial. Y el Perú son mis amigos y amigas del Movimiento Libertad con los que por tres años, entre las bombas, apagones y asesinatos del terrorismo, trabajamos en defensa de la democracia y la cultura de la libertad.
El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la que tuve la fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico y no hubieran nacido Álvaro, Gonzalo, Morgana ni los seis nietos que nos prolongan y alegran la existencia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: “Mario, para lo único que tú sirves es para escribir”.
Volvamos a la literatura. El paraíso de la infancia no es para mí un mito literario sino una realidad que viví y gocé en la gran casa familiar de tres patios, en Cochabamba, donde con mis primas y compañeros de colegio podíamos reproducir las historias de Tarzán y de Salgari, y en la Prefectura de Piura, en cuyos entretechos anidaban los murciélagos, sombras silentes que llenaban de misterio las noches estrelladas de esa tierra caliente. En esos años, escribir fue jugar un juego que me celebraba la familia, una gracia que me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá, porque mi padre había muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uniforme de marino, cuya foto engalanaba mi velador y a la que yo rezaba y besaba antes de dormir. Una mañana piurana, de la que todavía no creo haberme recobrado, mi madre me reveló que aquel caballero, en verdad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iríamos a vivir con él, a Lima. Yo tenía once años y, desde entonces, todo cambió. Perdí la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo. Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondidas, como quien se entrega a un vicio inconfesable, a una pasión prohibida. La literatura dejó de ser un juego. Se volvió una manera de resistir la adversidad, de protestar, de rebelarme, de escapar a lo intolerable, mi razón de vivir. Desde entonces y hasta ahora, en todas las circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado, a orillas de la desesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de salvación que lleva al náufrago a la playa.
Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, y, como todo escritor, siento a veces la amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nada me ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años construyendo una historia, desde su incierto despuntar, esa imagen que la memoria almacenó de alguna experiencia vivida, que se volvió un desasosiego, un entusiasmo, un fantaseo que germinó luego en un proyecto y en la decisión de intentar convertir esa niebla agitada de fantasmas en una historia. “Escribir es una manera de vivir”, dijo Flaubert. Sí, muy cierto, una manera de vivir con ilusión y alegría y un fuego chisporroteante en la cabeza, peleando con las palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un cazador en pos de presas codiciables para alimentar la ficción en ciernes y aplacar ese apetito voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas las historias. Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una novela en gestación, cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia, con personajes que se mueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto y consideración, a los que ya no es posible imponer arbitrariamente una conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin matarlos, sin que la historia pierda poder de persuasión, es una experiencia que me sigue hechizando como la primera vez, tan plena y vertiginosa como hacer el amor con la mujer amada días, semanas y meses, sin cesar.
Al hablar de la ficción, he hablado mucho de la novela y poco del teatro, otra de sus formas excelsas. Una gran injusticia, desde luego. El teatro fue mi primer amor, desde que, adolescente, vi en el Teatro Segura, de Lima, La muerte de un viajante, de Arthur Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me precipitó a escribir un drama con incas. Si en la Lima de los cincuenta hubiera habido un movimiento teatral habría sido dramaturgo antes que novelista. No lo había y eso debió orientarme cada vez más hacia la narrativa. Pero mi amor por el teatro nunca cesó, dormitó acurrucado a la sombra de las novelas, como una tentación y una nostalgia, sobre todo cuando veía alguna pieza subyugante. A fines de los setenta, el recuerdo pertinaz de una tía abuela centenaria, la Mamaé, que, en los últimos años de su vida, cortó con la realidad circundante para refugiarse en los recuerdos y la ficción, me sugirió una historia. Y sentí, de manera fatídica, que aquella era una historia para el teatro, que sólo sobre un escenario cobraría la animación y el esplendor de las ficciones logradas. La
escribí con el temblor excitado del principiante y gocé tanto viéndola en escena, con Norma Aleandro en el papel de la heroína, que, desde entonces, entre novela y novela, ensayo y ensayo, he reincidido varias veces. Eso sí, nunca imaginé que, a mis setenta años, me subiría (debería decir mejor me arrastraría) a un escenario a actuar. Esa temeraria aventura me hizo vivir por primera vez en carne y hueso el milagro que es, para alguien que se ha pasado la vida escribiendo ficciones, encarnar por unas horas a un personaje de la fantasía, vivir la ficción delante de un público. Nunca podré agradecer bastante a mis queridos amigos, el director Joan Ollé y la actriz Aitana Sánchez Gijón, haberme animado a compartir con ellos esa fantástica experiencia (pese al pánico que la acompañó).
La literatura es una representación falaz de la vida que, sin embargo, nos ayuda a entenderla mejor, a orientarnos por el laberinto en el que nacimos, transcurrimos y morimos. Ella nos desagravia de los reveses y frustraciones que nos inflige la vida verdadera y gracias a ella desciframos, al menos parcialmente, el jeroglífico que suele ser la existencia para la gran mayoría de los seres humanos, principalmente aquellos que alentamos más dudas que certezas, y confesamos nuestra perplejidad ante temas como la trascendencia, el destino individual y colectivo, el alma, el sentido o el sinsentido de la historia, el más acá y el más allá del conocimiento racional.
Siempre me ha fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en que nuestros antepasados, apenas diferentes todavía del animal, recién nacido el lenguaje que les permitía comunicarse, empezaron, en las cavernas, en torno a las hogueras, en noches hirvientes de amenazas –rayos, truenos, gruñidos de las fieras–, a inventar historias y a contárselas. Aquel fue el momento crucial de nuestro destino, porque, en esas rondas de seres primitivos suspensos por la voz y la fantasía del contador, comenzó la civilización, el largo transcurrir que poco a poco nos humanizaría y nos llevaría a inventar al individuo soberano y a desgajarlo de la tribu, la ciencia, las artes, el derecho, la libertad, a escrutar las entrañas de la naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las estrellas. Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que resonaron por primera vez como una música nueva ante auditorios intimidados por los misterios y peligros de un mundo donde todo era desconocido y peligroso, debieron ser un baño refrescante, un remanso para esos espíritus siempre en el quién vive, para los que existir quería decir apenas comer, guarecerse de los elementos, matar y fornicar. Desde que empezaron a soñar en colectividad, a compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos, dejaron de estar atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres embrutecedores, y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario: romper aquel confinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para aplacar aquellos deseos y ambiciones que en ellos azuzaban las vidas figuradas, y la curiosidad por despejar las incógnitas de que estaba constelado su entorno.
Ese proceso nunca interrumpido se enriqueció cuando nació la escritura y las historias, además de escucharse, pudieron leerse y alcanzaron la permanencia que les confiere la literatura. Por eso, hay que repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas generaciones: la ficción es más que un entretenimiento, más que un ejercicio intelectual que aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad imprescindible para que la civilización siga existiendo, renovándose y conservando en nosotros lo mejor de lo humano. Para que no retrocedamos a la barbarie de la incomunicación y la vida no se reduzca al pragmatismo de los especialistas que ven las cosas en profundidad pero ignoran lo que las rodea, precede y continúa. Para que no pasemos de servirnos de las máquinas que inventamos a ser sus sirvientes y esclavos. Y porque un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños.
De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción masiva, de la vida tautológica de la tribu a la era de la globalización, las ficciones de la literatura han multiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres sucumbamos al letargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado tanto la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las grandes aventuras, las grandes pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará. Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.
Estocolmo, 7 de diciembre de 2010.
© FUNDACIÓN NOBEL 2010

Elogio de la lectura y la ficción (antes del puntapié inicial)


Hoy, martes 07 de diciembre, el Misti decidió amanecer con chalina. Dice la creencia popular (las ficciones que a su antojo, de generación en generación, y de boca en boca, transmite, altera, deforma y enriquece el pueblo) que nuestro formidable proveedor de sillar suele arreglarse para las fechas especiales. Así parece suceder ahora, pues una nube acordona la cima del cono volcánico y —gracias, natura— nos hace creer que otra vez la nieve vuelve a ornar a nuestro volcán tutelar. Es casi un espejismo, una ficción, un homenaje de la naturaleza mistiana a uno de sus hijos más preciados: Mario Vargas Llosa.
El discurso que Mario Vargas Llosa pronunciará en instantes en la Academia Sueca lleva el título de «Elogio de la lectura y la ficción», en el cual probablemente —aparte de incidir en el «Viaje a la ficción», primer capítulo del libro que le dedicó al uruguayo Juan Carlos Onetti— volverá a hablar de sus recuerdos cochabambinos que todos los que seguimos sus artículos o sus memorias, «El pez en el agua», podemos recordar:
«De Cochabamba recuerdo las deliciosas empanadas salteñas y los almuerzos de los domingos, con toda la familia presente —el tío Lucho ya estaba casado con la tía Olga, sin duda, y el tío Jorge con la tía Gaby—, y la enorme mesa familiar, donde se recordaba siempre el Perú —o quizás habría que decir Arequipa— y donde todos esperábamos que a los postres hicieran su aparición las deliciosas sopaipillas y los guargüeros, unos postres tacneños y moqueguanos que la abuelita y la Mamaé hacían con manos mágicas. Recuerdo las piscinas de Urioste y de Berveley, a las que me llevaba el tío Lucho, en las que aprendí a nadar, el deporte que más me gustó de chico y en el único que llegué a tener cierto éxito.
Y recuerdo también, con qué cariño, las historietas y los libros que leía con concentración y olvido místicos, totalmente inmerso en la ilusión —las historias de Genoveva de Brabante y de Guillermo Tell, del rey Arturo y de Cagliostro, de Robin Hood o del jorobado Lagardère, de Sandokán o del Capitán Nemo, y, sobre todo, la serie de Guillermo, un niño travieso de mi edad de quien cada libro narraba una aventura, que yo intentaba repetir luego en el jardín de la casa. Y recuerdo mis primeros garabatos de fabulador, que solían ser versitos, o prolongaciones y enmiendas de las historias que leía, y que la familia me celebraba. El abuelo era aficionado a la poesía —mi bisabuelo Belisario había sido poeta y publicado una novela— y me enseñaba a memorizar versos de Campoamor o de Rubén Darío y tanto él como mi madre (que tenía en su velador un ejemplar de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda, que me prohibió leer) me festejaban esas temeridades preliterarias como gracias.
»

Estos recuerdos darán pie a otro recuerdo capital: el día que se enteró en Piura que su padre no estaba muerto: el día que lo despojaron del paraíso.
Por otra parte, Vargas Llosa ya ha anunciado en Estocolmo que hablará también de Barcelona, una ciudad fundamental en la difusión de su obra y en su definitiva consagración como novelista. Pues fue la casa catalana Seix Barral la que le otorgó el Premio Biblioteca Breve por La ciudad y los perros. Así oficialmente aparece el «boom» literario latinoamericano.

Pero si de ciudades se trata, estarán muy presentes también Piura, Lima, Madrid, París, Londres y la selva peruana (que vuelve a aparecer, casi como un personaje más, en su última novela «El sueño del celta»).
Otra de las claves para acercarnos al discurso que ha preparado el novelista arequipeño quizá la podemos encontrar en el inicio del ensayo que le dedica a uno de sus padres literarios: Flaubert. Hablará del genio francés y de la novela que lo enamoró para siempre Madame Bovary; del norteamericano William Faulkner a quien aprendió a leer con lápiz y papel desde Palmeras salvajes; del compromiso sartreano (que rechazó el premio Nobel en 1964) y de los que merecieron el Premio Nobel: Jorge Luis Borges y quizá —ojalá— César Vallejo.

Dice Vargas Llosa: «Un puñado de personajes literarios han marcado mi vida de manera más durable que buena parte de los seres de carne y hueso que he conocido. Aunque es verdad que cuando personajes de ficción y seres humanos son presente, contacto directo, la realidad de estos últimos prevalece sobre la de aquéllos —nada tiene tanta vida como el cuerpo que se puede ver, palpar—, la diferencia desaparece cuando ambos tornan a ser pasado, recuerdo, y con ventaja considerable para los primeros sobre los segundos, cuya delicuescencia en la memoria es sin remedio, en tanto que el personaje literario puede ser resucitado indefinidamente, con el mínimo esfuerzo de abrir las páginas del libro y detenerse en las líneas adecuadas»

Pero si se da un espacio para hablar de aquellos seres humanos de carne y hueso que, para bien o para mal, marcaron su vida: recordará a Dora Llosa, su madre; Ernesto Vargas, su padre; su amado tío Lucho (padre de su esposa Patricia y cuasi un padre postizo para el autor); quizá de su primera esposa (Julia Urquidi); sus grandes amigos Luis Loayza, Abelardo Oquendo y Javier Silva; el historiador Raúl Porras Barnechea y de su casa en la calle Colina en donde aprendió sobre la historia peruana (a Porras le dedica La utopía arcaica); su amigo y editor Carlos Barral y de la mítica editora española Carmen Balcells.

Vargas Llosa ha ganado tantos premios y ha escrito tantos discursos (uno de los más memorables «La literatura es fuego» cuando recibió el premio Rómulo Gallegos en Caracas o el que le dedicó al Quijote y a su autor al ganar el Premio Cervantes) que será muy difícil que pueda sorprendernos con una matización o enriquecimiento de «La verdad de las mentiras». Tal vez una anécdota inédita le dé nuevos bríos a su lectura Nobel, recuerdos muy personales todavía no ventilados. Se trata del mejor novelista peruano y él siempre podrá sorprendernos.
¿A quién extrañará o recordará con más intensidad? Sin duda a su madre y a su tío Lucho. Será un chispazo de alegría, un pedazo de gloria. Él sabe mejor que nadie que todavía no ha llegado a la meta: el desasosiego y la infelicidad serán una constante en su vida, compañeros de viaje: por eso rechaza que lo quieran convertir en una estatua; por algo quiere seguir leyendo y escribiendo hasta sus últimos días: para vivir otras vidas, para inventar otras realidades —atroces, perversas, eróticas, sentimentales, etcétera— porque con una sola no basta, no alcanza, no sirve, no vale la pena.

2010/12/02

Recuerdos de Campaña: «¡Si ganas, tendré otro hijo!»

Ahora que se viene el 2011, García Pérez -y, cómo no, su caterva de ratas y alacranes- empieza a mover sus dados (Aráoz, Castañeda, Keiko y siguen firmas) para volver al poder en el 2016, o, en todo caso, seguir siendo el asqueroso titiritero... Acá unos breves recuerdos de campaña. La fuente, por supuesto, es El pez en el Agua.
Escribe Mario Vargas Llosa
(Alan García Pérez) era joven, desenvuelto y simpático. Yo lo había visto una vez, antes, durante su campaña electoral de 1985, en casa de un amigo común, el martillero y coleccionista de arte Manuel Checa Solari, quien se empeñó en hacernos comer juntos. La impresión que me hizo fue la de un hombre inteligente, pero de una ambición sin frenos y capaz de cualquier cosa con tal de llegar al poder.
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Para las Navidades de 1989, Acción Solidaria organizó en el estadio de Alianza Lima, el 23 de diciembre, un espectáculo con artistas de cine, radio y televisión, al que asistieron treinta y cinco mil personas. A poco de iniciarse el espectáculo, me avisaron por radio que habían encontrado una bomba en mi casa y que el servicio de desactivación de explosivos de la Guardia Civil había obligado a mi madre, a mis suegros, a las secretarias y empleados a marcharse. La coincidencia de esta bomba con el acto del estadio nos pareció sospechosa, destinada sin duda a empañar el acto, sacándonos de allí, de modo que con Patricia y mis hijos nos quedamos en la tribuna hasta que la fiesta navideña terminó (El APRA es especialista en ese género de operaciones: la víspera del lanzamiento de mi candidatura, el 3 de junio de 1989, voces anónimas avisaron que había una bomba en el avión que me llevaba a Arequipa. Luego del desalojo de emergencia, lejos del local del aeropuerto donde me esperaba la gente, se registró la nave y no se encontró nada).
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(En los mítines) hablé de mí y de mi familia de manera confesional, explicando, contra la propaganda que me presentaba como un privilegiado, que yo debía todo lo que era y tenía a mi trabajo, y el de Arequipa, el último, el día 6, en el que prometí a mis coterráneos que sería «un presidente rebelde y turbulento», como lo había sido mi tierra natal en la historia del Perú.
Esos actos tan bien organizados, esas plazas y avenidas que bullían de gente sobreexcitada y enronquecida de corear nuestros lemas —tantas muchachas y muchachos, sobre todo— daban la idea de una movilización arrolladora, de un país encandilado con el Frente. Antes del mitin final, con Patricia y mis tres hijos recorrimos las calles de la ciudad en coche descubierto en una caravana de varias horas a la que de cada rincón arequipeño se sumaba más y más gente, con ramos de flores o papel picado, en una atmósfera de verdadero delirio. Durante uno de esos recorridos en Arequipa, me ocurrió una de las más bonitas anécdotas de esos años. Una señora joven se acercó a la camioneta, me alcanzó un niño de pocos meses para que lo besara, y me gritó: «¡Si ganas, tendré otro hijo, Mario!»

«Claro, ofrécele a Fujimori uno o dos ministerios y que renuncie a la segunda vuelta.» Pero lo que yo estaba ya pensando ofrecerle a mi rival era algo más apetitoso que unas carteras ministeriales: la banda presidencial. A cambio de algunos puntos claves de nuestro programa económico y de unos equipos capaces de llevarlo a la práctica. Mi temor, desde ese instante, fue que, a través de interpósita persona, Alan García y el APRA siguieran gobernando el Perú y el desastre de los últimos cinco años continuara, hasta la delicuescencia de la sociedad peruana.
Desde esa segunda proyección nunca tuve la menor duda sobre el desenlace ni me hice la menor ilusión sobre mis posibilidades de triunfo en una segunda vuelta. En los meses y años anteriores había podido palpar físicamente el odio que llegaron a tenerme los apristas y los comunistas, a quienes mi irrupción en la vida política peruana, defendiendo tesis liberales, llenando plazas, movilizando a unas clases medias a las que antes tenían intimidadas o confundidas, impidiendo la nacionalización del sistema financiero, y reivindicando cosas que ellos habían convertido en tabúes —la democracia «formal», la propiedad y la empresa privada, el capitalismo, el mercado—, les desbarató lo que creían un seguro monopolio del poder político y del futuro peruano. La sensación, alimentada por las encuestas a lo largo de casi tres años, de que no había manera legal de atajar a ese intruso resucitador de la «derecha» que llegaría al poder en olor de multitudes, había envenenado aún más su animadversión y, exasperada ésta por las intrigas que orquestaba
desde Palacio Alan García, había aumentado su encono contra mí de una manera demencial. La aparición de Fujimori, en el último minuto, era un regalo de los dioses para el APRA y la izquierda y era obvio que ambos se entregarían en cuerpo y alma a trabajar por su victoria, sin ponerse a pensar un minuto en lo riesgoso que era llevar al poder a alguien tan mal equipado para ejercerlo. El sentido común, la razón, son flores exóticas en la vida política peruana y estoy seguro de que, aun si hubieran sabido que, veinte meses después de votar por él, Fujimori iba a acabar con la democracia, cerrar el Congreso, convertirse en dictador y empezar a reprimir a apristas e izquierdistas, éstos hubieran votado igual por él con tal de cerrarle el paso a quien llamaban el enemigo número uno.

2010/12/01

Woody Allen: «La única manera de ser feliz es que te guste sufrir»


Hoy el genio newyorkino cumple 75 años y lo celebramos con algunas de sus frases o confesiones más memorables:
«La única manera de ser feliz es que te guste sufrir»

«No quiero alcanzar la inmortalidad mediante mi trabajo, sino simplemente no muriendo.»

«He filmado muchas películas, pero nunca he sentido que haya hecho una genial de la talla de , El ladrón de bicicletas o La gran ilusión»

«Mi psicoanalista me advirtió que no saliera contigo, pero eras tan guapa que cambié de psicoanalista» (en Manhattan).

«He leído a novelistas rusos para estar a la altura de mis novias.»
Más información, acá: Woody Allen cumple 75 años

2010/11/30

Te leo porque te amo


«Si un niño no comprende lo que lee, menos comprende el mundo en el que vive y sus posibilidades de desarrollo cultural, económico y social son muy escasas en una economía mundial, como la actual, que se basa en la información y en la creatividad.
Leerle a nuestros niños es la base para el desarrollo de sus competencias intelectuales: comprender lo que leen, su propia vida y la sociedad en la que viven nace en el acto sencillo de leerles un cuento cada día.
¡Gracias a todos los que nos apoyaron en esta acción social donde se juntaron artistas visuales, músicos, gestores culturales, periodistas y escritores para visitar los colegios de Arequipa, leerles a los niños y hablarles de todo lo que puedes lograr leyendo! ¡Y de lo mucho que te puedes divertir!
»

El día de ayer, por la mañana, estuvimos en algunos colegios de Arequipa conversando con niños de primaria y secundaria acerca de la importancia de la lectura. La idea inicial resulta simple, pero requiere de un trabajo arduo: incentivar en los niños el hábito por la lectura, y estimularlos para que asistan a las bibliotecas de sus escuelas y lean libros. Lamentablemente en muchos colegios no hay bibliotecas. Queda mucho por hacer. TE LEO PORQUE TE AMO.
Foto: Diario La República.

2010/11/25

Primera Memoria (1959)


¿Será verdad que de niños vivimos la vida entera, de un sorbo, para repetirnos después estúpidamente, ciegamente, sin sentido alguno?

2010/11/22

Mentiras y gordas

Una película de Alfonso Albacete y David Menkes

Mentiras y gordas: "Piensas que demasiado nunca es suficiente". Para algunos: apología, un himno a la frivolidad; para otros: una mirada honesta a la vida de estos tiempos. Quizá un poco de ambas cosas. Lo que sí, vale la pena. La vida hay que vivirla a tope... pero no de UNA SOLA MANERA.
Más acá:
http://mi-propio-cinema-paradiso.blogspot.com/

2010/11/20

M x 2: Sin palabras

Maradona y Mourinho: sin palabras.

Como el día del partido inaugural, frente a Bélgica, tuvo un desempeño opaco, muchos se preguntaban de dónde, desde cuándo y por qué el mito Maradona. Después del partido de Argentina contra Hungría, que el pequeño astro iluminó de principio a fin con el fuego de artificio de su sabiduría, ya nadie lo pone en duda: Maradona es el Pelé de los años ochenta. ¿Un gran jugador? Más que eso: una de esas deidades vivientes que los hombres crean para adorarse en ellas.
Por un período que será fatalmente breve –este es el más absoluto y el más fugaz de los reinados–, el argentino le toca ahora ser, para millones y millones de personas en el mundo, lo que fueron, en sus también rápidos turnos imperiales, Pelé, Cruyff, Di Stéfano, Puskas y algunos otros: la personificación del fútbol, el héroe en quien este deporte se hace cifra y emblema. Los mil millones de pesetas que, se dice, ha pagado el Barcelona por incorporarlo a sus filas son una prueba rotunda de que Maradona ya accedió a este trono y, a juzgar por lo que fue su actuación ante los húngaros, y el eco que ella ha tenido en el público, este Mundial demostrará que el Barza ha hecho una inversión rentable. Diez millones de dólares es mucho dinero por un simple mortal que patea la pelota, pero no es nada si lo que en verdad se compra es un mito.
Maradona es un mito porque juega maravillosamente, pero también porque su nombre y su cara se graban en la memoria al instante y porque, por una de esas indescifrables razones que no tienen nada que ver con la razón, de entrada nos parece inteligente y nos cae simpático. ¿Tiene algo que ver esa impresión con su estatura? En el partido contra Hungría viéndolo operar entre esos altos y fornidos defensas magiares que se revelaban con patética ineficacia por contenerlo, uno tenía la alentadora impresión de que hay una justicia inmanente, de que también en el fútbol es cierto eso de que más vale la maña que la fuerza, de que lo que cuenta a la hora de patear la pelota no son de ningún modo las patas sino la fantasía y las ideas.
Sin embargo, a pesar de su escasa estatura, Maradona no da la sensación de ser frágil, sino alguien fuerte y sólido, acaso por esas piernas robustas, de músculos salientes, que resisten sin menoscabo los encontrones de los defensas adversarios; no importa cuán altos y fuertes sean. Esa cara de muchacho soñador, ingenuo, lleno de buenas intenciones le sirve de maravilla para engatusar a los desmoralizados bípedos encargados de cuidarlo, porque lo cierto es que, a la hora de cargar y de jugar recio, también sabe hacerlo y con un ímpetu que se diría incompatible con su físico.
No es fácil definir el juego de Maradona. Es de tanta complejidad que, en su caso, cada adjetivo necesita una apostilla, una matización. No es brillante e histriónico, a la manera del soberbio Pelé, pero su eficacia es tan rotunda, cuando lanza, desde ángulos inverosímiles, esos disparos potentísimos hacia el arco o cuando, mediante un pase escueto y preciso como un teorema, pone en movimiento una irresistible operación ofensiva, que sería injusto no llamarlo espectacular, un jugador que torna un partido en una exhibición de genio individual (o un ‘recital’, como dijo un crítico con excelente puntería, de su desempeño frente a Hungría).
El estilo de Maradona traumatiza esa división que creíamos válida entre un fútbol científico, tipo de Europa, y un fútbol artístico, de estirpe latinoamericana. El argentino practica ambas cosas a la vez y ninguna de ellas en especial, es una curiosa síntesis en la que la inteligencia y la intuición, el cálculo y la inventiva se apoyan continuamente. Igual que en su literatura, Argentina ha producido un estilo de fútbol que es la manifestación más europea de lo latinoamericano.
Si en los próximos partidos Maradona juega como jugó contra los húngaros, no hay duda de que, con prescindencia de la colocación de Argentina en el cuadro final, él será el héroe de este torneo (y de los años que sigan). Los pueblos necesitan héroes contemporáneos, seres a quienes endiosar. No hay país que escape a esta regla. Culta o inculta, rica o pobre, capitalista o socialista, toda sociedad siente esa urgencia irracional de entronizar ídolos de carne y hueso ante los cuales quemar incienso. Políticos, militares, estrellas de cine, deportistas, ‘playboys’, grandes santos o feroces bandidos han sido elevados a los altares de la popularidad y convertidos por el culto colectivo en eso que los franceses llaman con buena imagen los monstruos sagrados. Pues bien, los futbolistas son las personas más inofensivas a quienes se puede conferir esta función idolátrica.
Ellos son, claro está, infinitamente más inocuos que los políticos o los guerreros, en cuyas manos la idolatría de las masas se puede convertir en un instrumento temible, y el culto del futbolista no tiene las miasmas frívolas que enrarecen siempre la deificación de la artista de cine o de la musaraña de sociedad. El culto al as del balompié dura lo que su talento futbolístico se desvanece con este. Es efímero, pues las estrellas de fútbol se queman pronto en el fuego verde de los estadios y los cultores de esta región son implacables: en las tribunas nada está más cerca de la ovación que los silbidos. Es también el menos enajenante de los cultos porque admirar a un futbolista es admirar algo muy parecido a la poesía pura o a una pintura abstracta. Es admirar la forma por la forma, sin ningún contenido racionalmente identificable. Las virtudes futbolísticas –la destreza, la agilidad, la velocidad, el virtuosismo, la potencia– difícilmente pueden ser asociadas a posturas socialmente perniciosas, a conductas humanas. Por eso, sí tiene que haber héroes. Que viva Maradona.
Mario Vargas Llosa

2010/11/04

Dios tiene sus procedimientos: Desasosiega, inquieta, nos empuja a buscar

Cierto, aquí se había volcado mucha mala gente, tal vez lo peor de Europa. ¿No tenía eso remedio? Era imprescindible que vinieran las buenas cosas del Viejo Continente. No la codicia de los mercaderes de alma sucia, sino la ciencia, las leyes, la educación, los derechos innatos del ser humano, la ética cristiana. Era tarde para dar marcha atrás ¿no es cierto? Resultaba ocioso preguntarse si la colonización era buena o mala, si, liberados a su suerte, a los congoleses les habría ido mejor que sin los europeos. Cuando las cosas no tenían marcha atrás, no valía la pena perder el tiempo preguntándose si hubiera sido preferible que no ocurrieran. Mejor tratar de enrumbarlas por el buen camino. Siempre era posible enderezar lo que andaba torcido. ¿No era ésta la mejor enseñanza de Cristo?
Cuando, al amanecer, Roger Casement le preguntó si era posible para un laico como él, que no había sido nunca muy religioso, trabajar en alguna de las misiones que la Iglesia bautista tenía por la región del Bajo y Medio Congo, Theodore Horte lanzó una risita:
–Debe ser una de las celadas de Dios –exclamó–. Los esposos Bentley, de la misión de Ngombe Lutete, necesitan un ayudante laico para que les eche una mano con la contabilidad. Y, ahora, usted me pregunta eso. ¿No será algo más que una mera coincidencia? ¿Una de esas trampas que nos tiende Dios a veces para recordarnos que está siempre allí y que nunca debemos desesperar?
El trabajo de Roger, de enero a marzo de 1889, en la misión de Ngombe Lutete, aunque corto fue intenso y le permitió salir de la incertidumbre en que vivía desde hacía algún tiempo. Ganaba sólo diez libras mensures y con ellas tenía que pagar su sustento, pero viendo trabajar a Mr. William Holman Bentley y a su esposa, de la mañana a la noche, con tanto ánimo y convicción, y compartiendo junto a ellos la vida en esa misión que, a la vez que centro religioso, era dispensario, sitio de vacunación, escuela, tienda de mercancías y lugar de esparcimiento, asesoría y consejo, la aventura colonial le pareció menos cruda, más razonable y hasta civilizadora. Alentó este sentimiento ver cómo en torno a esa pareja había surgido una pequeña comunidad africana de convertidos a la Iglesia reformada, que, tanto en su atuendo como en las canciones del coro que a diario ensayaba para los servicios del domingo, así como en las clases de alfabetización y de doctrina cristiana, parecía ir dejando atrás la vida de la tribu y comenzando una vida moderna y cristiana.
(…) Pese al afecto que llegó a sentir por los Bentley y la buena conciencia que le daba trabajar a su lado, Roger supo desde el principio que su estancia en la misión de Ngombe Lutete sería transitoria. El trabajo era digno y altruista, pero sólo tenía sentido acompañado de esa fe que animaba a Theodore Horte y a los Bentley y de la que él carecía, aunque mimara sus gestos y manifestaciones, asistiendo a las lecturas comentadas de la Biblia, a las clases de doctrina y al oficio dominical. No era un ateo, ni un agnóstico, sino algo más incierto, un indiferente que no negaba la existencia de Dios –el «principio primero»– pero incapaz de sentirse cómodo en el seno de una iglesia, solidario y hermanado con otros fieles, parte de un denominador común. Trató de explicárselo en aquella larga conversación de Matadi a Theodore Horte y se sintió torpe y confuso. El ex marino lo tranquilizó: «Lo entiendo perfectamente, Roger. Dios tiene sus procedimientos. Desasosiega, inquieta, nos empuja a buscar. Hasta que un día todo se ilumina y ahí está Él. Le ocurrirá, ya verá».

Mario Vargas Llosa, El sueño del celta

2010/10/18

García Márquez: el abuelo, la vocación y otras yerbas...

GGM y MVLl, los premios Nobel de Colombia y el Perú, respectivamente.

Fue también el abuelo quien me hizo el primer contacto con la letra escrita a los cinco años, una tarde en que me llevó a conocer los animales de un circo que estaba de paso en Cataca bajo una carpa grande como una iglesia. El que más me llamó la atención fue un rumiante maltrecho y desolado con una expresión de madre espantosa.
-Es un camello- me dijo el abuelo.
Alguien que estaba cerca le salió al paso:
-Perdón, coronel, es un dromedario.
Puedo imaginarme ahora cómo debió sentirse el abuelo porque alguien lo hubiera corregido en presencia del nieto. Sin pensarlo siquiera, lo superó con una pregunta digna:
-¿Cuál es la diferencia?
-No la sé -le dijo el otro-, pero este es un dromedario.
El abuelo no era un hombre culto, ni pretendía serlo, pues se había fugado de la escuela pública de Riohacha para irse a tirar tiros en una de las incontables guerras civiles del Caribe. Nunca volvió a estudiar, pero toda la vida fue consciente de sus vacíos y tenía un avidez de conocimientos inmediatos que compensaba de sobra sus defectos. Aquella tarde del circo volvió abatido a la oficina y consultó el diccionario con una atención infantil. Entonces supo él y supe yo para siempre la diferencia entre un dromedario y un camello. Al final me puso el glorioso tumbaburros en el regazo y me dijo:
-Este libro no solo lo sabe todo, sino que es el único que nunca se equivoca.
Era un mamotreto ilustrado con un atlante colosal en el lomo, y en cuyos hombros se asentaba la bóveda del universo. Yo no sabía leer ni escribir, pero podía imaginarme cuánta razón tenía el coronel si eran casi dos mil páginas grandes, abigarradas y con dibujos preciosos. En la iglesia me había asombrado el tamaño del misal, pero el diccionario era más grueso. Fue como asomarme al mundo entero por primera vez.
-¿Cuántas palabras tendrá? -pregunté.
-Todas- dijo el abuelo.
La verdad es que yo no necesitaba entonces de la palabra escrita, porque lograba expresar con dibujos todo lo que me impresionaba. A los cuatro años había dibujado a un mago que le cortaba la cabeza a su mujer y se la volvía a pegar, como lo había hecho Richardine a su paso por el salón Olympia. La secuencia gráfica empezaba con la decapitación a serrucho, seguía con la exhibición triunfal de la cabeza sangrante y terminaba con la mujer que agradecía los aplausos con la cabeza puesta. Las historietas gráficas estaban ya inventadas pero solo las conocí más tarde en el suplemento en colores de los periódicos dominicales. Entonces empecé a inventar cuentos dibujados y sin diálogos. Sin embargo, cuando el abuelo me regaló el diccionario me despertó tal curiosidad por las palabras que lo leía como una novela, en orden alfabético y sin entenderlo apenas. Así fue mi primer contacto con el que habría de ser el libro fundamental en mi destino de escritor.

Aptitudes y vocaciones

Las aptitudes y las vocaciones no siempre vienen juntas. De ahí el desastre de cantantes de voces sublimes que no llegan a ninguna parte por falta de juicio, o de pintores que sacrifican toda una vida a una profesión errada, o de escritores prolíficos que no tienen nada que decir. Sólo cuando las dos se juntan hay posibilidades de que algo suceda, pero no por arte de magia: todavía falta la disciplina, el estudio, la técnica y un poder de superación para toda la vida.

No es lo mismo la enseñanza artística que la educación artística. Ésta es una función social, y así como se enseñan las matemáticas o las ciencias, debe enseñarse desde la escuela primaria el aprecio y el goce de las artes y las letras. La enseñanza artística, en cambio, es una carrera especializada para estudiantes con aptitudes y vocaciones específicas, cuyo objetivo es formar artistas y maestros como profesionales del arte.
No hay que esperar a que las vocaciones lleguen: hay que salir a buscarlas. Están en todas partes, más puras cuanto más olvidadas. Son ellas las que sustentan la vida eterna de la música callejera, la pintura primitiva de brocha y sapolín en los palacios municipales, la poesía en carne viva de las cantinas, el torrente incontenible de la cultura popular que es el padre y la madre de todas las artes.

2010/10/16

El día que me tocó nacer (de Contracorriente)



Para Johanna

Ven, échate a mi lado, y descubramos el amor aquí los dos
que yo ya no puedo parar esta avalancha de calor
y aunque me falten las palabras y me sobre el dolor
quiero que sepas que a ti te doy todo lo que me ha dado Dios
ven, enséñame un mundo que muchos no quieren ver
llévame hasta el cielo y, por favor, no me dejes caer
Que estas alas tardan años de sudor
y este corazón no tiene paciencia ni tiempo pa’ perder
Ay… Ay, ay, ay, amor... ¡si supieras cuánto te he esperado!,
¡si supieras cuánto me costó crecer!
que si me hubieras visto el día que me tocó nacer,
el día que me tocó nacer…
Ven, échate a mi lado y desatemos las heridas bajo el sol
mirémonos, cara a cara, frente a frente, sin temor
y es que es más fácil con el aire y tratar de entender
que este vals es para todos y hay que saber bailarlo bien
Ay… Ay, ay, ay, amor... ¡si supieras cuánto te he esperado!,
¡si supieras cuánto me costó crecer!
que si me hubieras visto el día que me tocó nacer
el día que me tocó nacer
A ver, a ver,
y cuando pienso en ti me siento en casa,
y cuando estás aquí me importa nada,
si te siento lejos, te sueño con ilusión y desenfreno,
y cuando me tocas, soy pleno de lado a lado y cuerpo entero,
y cuando me miras, yo entiendo
que sin ti yo vivir no puedo
Hey… hey… na na na na neee
Ay, ay, Heyyy
Ven, amor, amor
Ven ,amor, y sáname...
Ay ay, heyy...
Ven. amor, amor
Ven, amor, y sáname
Ay, ay, heyy
Ven, amor, amor
Ven, amor, y sáname

Composición e interpretación:
Javier Fuentes-León

2010/10/15

Viaje a la ficción a través de la vida: sábado 16 (4 p.m.)

Este sábado 16 de octubre, estaremos a partir de las 4p.m. en el Aula Nro. 1 de la Facultad de Derecho de la UNSA (av. Venezuela s/n) hablando del VIAJE A LA FICCIÓN A TRAVÉS DE LA VIDA (Onetti, Vargas Llosa, Reynoso, Gabo): cómo uno escribe historias de qué se vale (literatura, vida, amigos, cine, música).
Un diálogo abierto poniendo énfasis en el Premio Nobel Arequipeño.El ingreso es “muy libre”.
Y, en la previa se tocará el tema “Bienestar Animal; circos y animales” que no tiene nada que ver con el Congreso ni con los apristas. Se ha invitado a los amigos de Arequipa Antitaurina.

Mario pasionario
Contra viento y marea
Lo que el Nobel significa para el Perú
Catorce minutos de reflexión

2010/10/08

Mario Vargas Llosa o el peligroso antídoto contra la Realidad

«El Perú soy yo, aunque a algunos peruanos no les guste. Yo le puedo agradecer a mi país, lo que yo soy: un escritor. Yo soy el Perú y lo que yo escribo es el Perú también

Mario Vargas Llosa, Premio Nóbel de Literatura 2010

«Afortunadamente, la obra de Vargas Llosa está netamente situada a la izquierda de su autor.»

Mario Benedetti

En la foto: Saramago y Vargas Llosa: los emisarios del demonio

Corría el año dos mil. Todo era algoritmos, geometría computacional, matemáticas discretas (todavía me sigo preguntando, con pretenciosa malicia, ¿cómo serán las indiscretas?), y tenía pendiente un trabajo particularmente aterrador: programar un compilador informático. Ese fue uno de los tantos encargos universitarios que nunca hice; porque, aparte de ser un estudiante mediocre, se me ocurrió, de buenas a primeras, escapar de esa vida plana y absurda que nada tenía que ver conmigo. Esa existencia que, día a día, me condenaba a ser poco menos que una posma, un individuo derrotado, aplastado por sus circunstancias y sus malas elecciones.

La desazón se intensificaba y se hacía más patente cuando recordaba que me había convertido en la antípoda de aquella «persona-personaje» de brazos alzados ante una lluvia de papel picado que descubrí en las páginas de El pez en el agua, un libro en donde la realidad y la ficción se conjuntan e hibridan con maestría única, dando paso a un testimonio lúcido y descarnado de un escritor que ejerció su oficio –que hoy, a sus 74 años, lo sigue ejerciendo con una vitalidad encomiable– con fe e insania arrolladoras.

Tengo bien forrado, y lleno de anotaciones, ese ejemplar de La Casa Verde que adquirí cerca del Parque Duhamel por poco más de cinco soles. Mientras leía esas páginas fui descubriendo que mi vida era ésa y ninguna otra: la Mangachería se me antojaba como un lugar formidable para tomar unas buenas cervezas antes de irse de putas, y, sin duda, Los Inconquistables podrían ser mis amigos (los mejores que he conocido).

No sólo me enamoré de Bonifacia, pude ser tan salvaje y rebelde como el Jaguar y tan insobornable y recto como el teniente Gamboa… tan idealista y obcecado indagador de la realidad nacional como Santiago Zavala… tan delirante como Pedro Camacho. Pero éste –el mundo que empezaba a conocer, el mundo alterno que nos brinda la lectura de ficciones tan imprescindibles como las vargasllosianas– no es un pasatiempo inocuo o «solamente entretenido». Y el que afirme eso nunca ha leído como hay que hacerlo (como yo siempre he leído a Mario Vargas Llosa): ¡con rabioso fervor!

Llegó el momento en que con los libros no me bastaba. Necesitaba algo más: quería vivir como los «perros» que pasaban semanas enteras encerrados en el Leoncio Prado. Así, arrojado por el exabrupto y las ganas de vivir me lancé por entero a la noche arequipeña, pues ansiaba conocer a mi propia Pies Dorados. Karicia, de alguna manera, llegó a colmar mis expectativas. Digo «de alguna manera» porque la realidad, la propia y la ajena, debe estar colmada de añadidos –mentiras, sueños, excesos– y omisiones para llegar a ser edificante. O, al menos, intentar serlo.

Los excesos vinieron solos y me hicieron pasar muy malos ratos (que, a pesar de todo y como corresponde, siempre se recuerdan con prudente nostalgia).

Llegué, trémulo y en calidad de pecador irredento, un domingo por la tarde a la Iglesia de los padres capuchinos. Dispuesto a confesarme y a pedirle al padre Julio Carpignano que intercediera por mí; que me disculpara con el que «Todo lo puede», porque hay que ser lo bastante imbécil como para creer que la vida real podía ser como la ficción. En suma, venía a ponerme de rodillas y, pusilánime, pedir una nueva oportunidad (otra más).

–¿Qué has estado haciendo con tu vida, hijo? –me preguntó aquel padre barbado de origen italiano.

–Leo mucho a Vargas Llosa y a Saramago –le respondí.

–¡Ah, los emisarios del demonio! –concluyó él, con un gesto de absoluta reprobación–. No debes leer, ¡no los debes leer!

Al mirarlo, creí –craso error– liberarme para siempre de las ataduras de la religión.

Mario Vargas Llosa siempre dejó en claro que la censura acarrea peores males que los que pretende combatir. Y me pongo como ejemplo porque soy lo que tengo más a la mano y porque vivimos en una sociedad que –de una manera más edulcorada– te dice lo mismo que me decía el padre Julio. Por suerte, no le hice caso y jamás volví a confesarme. Lo que sí hice fue leer y releer toda esa profusa obra de uno de los más célebres emisarios del demonio, que empezó con Los Jefes (siempre vuelvo a la ternura e inocencia del primer amor en el cuento «Día domingo») y termina, por ahora, en El sueño del celta.

Mientras Estocolmo espera al novelista más brillante que ha conocido el Perú, yo espero, con lápiz y papel, su nueva novela. Este premio colosal no le aumenta ni le resta nada a su obra. Pues fuimos los lectores los que con placer y gratitud lo declaramos el tótem de la narrativa nacional. Vargas Llosa alcanzó el parnaso hace mucho, pero la Academia Sueca vestirá de gala en diciembre para reconocer de una vez por todas al hombre metódico, trabajador y comprometido, «terco como buen arequipeño», que no se cansó de darle bofetadas a la realidad para demostrarnos que, en cuestiones literarias (y en otras yerbas), sólo los insubordinados, los pertinaces sin parangón, son los que, zancadillas de por medio, llegan a la cima, que no es un ni mil premios, sino: la libertad.

Hoy hay jarana en La Casa Verde. Aunque no lo podemos confirmar, se dice que don Anselmo ha murmurado que la casa paga y que todos estamos invitados: desde el Jaguar hasta el Poeta, pasando por Lituma, don Rigoberto, Fonchito, Koke, Pantaleón Pantoja, Zavalita, la tía Julia, Mascarita, Pichulita Cuéllar, Alejandro Mayta, doña Lucrecia, Ambrosio y, por supuesto, la Pies Dorados.

Antes de terminar, vale traer a cuento estas palabras de ese lector lúcido y omnívoro que es el periodista y escritor César Hildebrandt: «Básicamente creo que mi respeto por el valor literario de Vargas Llosa no se ha movido un milímetro. Sigo creyendo que sus tres primeras novelas son las mejores que se han escrito en el Perú, pero largamente. Incluyo en esta comparación personal y arbitraria a Arguedas y a Alegría. Todo lo que ha pasado después será dentro de muchos años, cuando todos estemos debidamente enterrados, anécdota, cosa menor. Mario es el mejor novelista que ha parido este país de tan pocos novelistas. Es un fenómeno».

Ahora te digo, Mario (porque estoy tan emocionado que me permito tutearte): los peruanos hicimos bien, hace una punta de años, cuando no te escogimos como nuestro presidente. Acertamos como pocas veces porque, ayer, hoy y siempre, te elegimos como nuestro NOVELISTA (sí, con mayúsculas, ¡MAESTRO!). Y eso la posteridad lo agradece.

Arequipa, 07 de octubre de 2010.
Publicado hoy en el diario El Pueblo de Arequipa
y en el blog de escritor Gabriel Ruiz Ortega.

2010/10/07

Mario Vargas Llosa ya es NOBEL DE LITERATURA

El escritor peruano Mario Vargas Llosa ganó hoy el Premio Nobel de Literatura 2010 por su "cartografía de las estructuras del poder y aceradas imágenes de la resistencia, la rebelión y la derrota del individuo", según la explicación de la Academia Sueca.
El escritor arequipeño está en Nueva York, donde da clases en la Universidad de Princeton.

"Se había levantado a las cinco de la mañana para presentar una clase, cuando recibió nuestra llamada a las siete menos cuarto, mientras trabajaba intensamente", dijo Englund.

Hoy hay jarana en La Casa Verde, don Anselmo dice que la casa paga y todos estamos invitados: desde el Jaguar hasta el Poeta, pasando por Lituma, don Rigoberto, Fonchito, Koke, Zavalita y, desde luego, la tía Julia, Mascarita, Pichulita Cuéllar, Pantaleón Pantoja, Alejandro Mayta y, por supuesto, la Pies Dorados.

Mario Vargas Llosa: el magnífico asesino

Vargas Llosa estampa su firma en García Márquez: historia de un deicidio

«Gamboa ríe. Deja de caminar, queda en el centro del aula. Tiene los brazos cruzados, los músculos se insinúan bajo la camisa crema y sus ojos abarcan de una mirada todo el conjunto, como en las campañas, cuando lanza a su compañía entre el fango y la hace rampar sobre la hierba o los pedruscos con un simple movimiento de la mano o un pitazo cortante: los cadetes a sus órdenes se enorgullecen al ver la exasperación de los oficiales y cadetes de las otras compañías, que siempre terminan cercados, emboscados, pulverizados. Cuando Gamboa, con el casco reluciendo en la mañana, apunta con el dedo una alta tapia de adobes y exclama (sereno, impávido ante el enemigo invisible que ocupa las cumbres y los desfiladeros vecinos y aun la lengua de playa en que se asientan los acantilados): "¡Crúcenla pájaros!", los cadetes de la primera compañía arrancan como bólidos, las bayonetas caladas apuntando al cielo y los corazones henchidos de un coraje ilimitado, atraviesan las chacras pisoteando con ferocidad los sembríos –¡ah, si fueran cabezas de chilenos o ecuatorianos, ah, si bajo las suelas de los botines saltara la sangre, si murieran!».

Fragmento de La ciudad y los perros.
I
Una chica, al verlo a poco menos de un par de metros, se queda corta, casi paralizada. No tiene el valor suficiente como para acercarse y pedirle un autógrafo. Entonces ella, con una mirada cómplice acompañada de una poco sutil seña, envía a su solícito enamorado. «Yo no firmo piratería», responde de manera tajante y devuelve intacto un ejemplar de Travesuras de la niña mala que debe de costar algo más de diez Nuevos Soles y es idéntico al que yo tengo en mi recámara.
Es Mario Vargas Llosa, que ha llegado otra vez a su ciudad natal, no para combatir la piratería denegando firmas, sino para hacerla –casi, simbólicamente– innecesaria inaugurando la Biblioteca Regional que lleva su nombre tan celebrado y, a la vez, tan mentado aquí, allá y acullá.
Me conmueve la decepción de la muchacha, pues yo podría haber estado (estoy) en su lugar: soy un hijo de piratería libresca, musical y cinemera (por cierto, no lo digo con orgullo; aunque tampoco con vergüenza). Pero, no hay tiempo que perder en divagaciones de esta índole, pues traigo conmigo un ejemplar histórico y, obviamente, original (García Márquez: historia de un deicidio). Trato de abrirme paso entre los libros estirados y abiertos de par en par, los bolígrafos que buscan llegar a sus ancianas manos y, por supuesto, las ganas desenfrenadas de poder alcanzar al novelista más talentoso que hayan conocido estas tierras.
«Es un libro muy importante para mí», le digo, ganado por la chismografía, con un vago afán provocador, y lo abro precisamente en donde aparecen los apellidos del genio literario de Aracataca: GARCÍA MÁRQUEZ. «Este es un libro muy especial», apostilla él, con una media sonrisa, algo forzada, que tal vez esconde la verdadera historia del puñetazo más famoso y amarillista de la literatura universal (¿cuál de los dos se animará a concluir sus memorias?, pues sabemos que el peruano ventiló buena parte de su vida en El pez en el agua y, por su parte, el colombiano publicó un delicioso mamotreto con bajo el título Vivir para contarla; pero ambos escamotearon esa etapa de amistad y admiración compartida: fines de los años 60 e inicios de los 70).
Mientras termina de estampar sus iniciales, lo miro a los ojos, trato de escrudiñarlo sin éxito. Es un hombre imponente. Estoy sumido en el estimulante convencimiento de que estoy con el sujeto que me abrió las puertas de la narrativa con sus libros; en otras palabras, me cambió la vida: «Don Mario, ¿cómo se hace para llegar tan lejos?». El ya está cansado de esa y otras interrogantes que rayan en el lugar común. Pero cumple su libreto, casi puedo adivinar su respuesta: «Trabajo, más trabajo, ¡mucho esfuerzo!». Es así como se forjó, emulando a Flaubert, trabajando obsesivamente, leyendo con lápiz y papel a William Faulkner: el genio no nace, se hace. Vargas Llosa es una muestra palpable de lo que pueden lograr la dedicación, la pasión y la testarudez entendida de la mejor manera: «Es usted un maestro». Termino con otro lugar común, con otra verdad grande como la flamante Biblioteca Regional. Darle su nombre a una biblioteca y hacer de este ambiente un punto de encuentro de lectores y escritores debe ser la mejor manera de rendirle un homenaje a un artista de pluma infatigable que ya anuncia la inminente aparición de su último esfuerzo de galeote, seguramente para fines de año: El sueño del celta.

II

«Abrió los ojos a las cuatro de la madrugada y pensó: “Hoy comienzas a cambiar el mundo, Florita”. No la abrumaba la perspectiva de poner en marcha la maquinaria que al cabo de unos años transformaría a la humanidad, desapareciendo la injusticia». El comienzo de El paraíso en la otra esquina (2003), es, para este prescindible lector, una invitación a imaginar el instante en que Vargas Llosa se dijo a sí mismo, con una convicción a la altura de su talento: hoy comienzas a cambiar la literatura (que es una forma virtual de cambiar el mundo, nuestro mundo, fabricando uno paralelo que fisgonee sin pudores lo mejor y lo peor que llevamos en las entrañas). Y lo hizo añadiendo ingredientes capitales: su resentimiento, su nostalgia, su crítica. Muy a su manera –heredero de Faulkner, Flaubert y, a veces a pesar suyo, de Sartre– es un continuador de primer orden de «la tradición de ese invisible linaje de contadores ambulantes de historias», pues la literatura, el oficio mismo ancestral de contar relatos, desboca su corazón «con más fuerza que lo hayan hecho nunca el miedo o el amor» (El hablador, 1987).
Este domingo 28 de marzo, el novelista mayor de las letras peruanas cumple 74 años y el mejor regalo que puede ofrecerle un diletante disfrazado de escribidor, es este farragoso colage que alterna entre la anécdota, la rendida admiración, las citas librescas y, cómo no, sus discursos más incandescentes en donde nos anunciaba que él es un aguafiestas por definición: «la literatura es fuego, que ella significa inconformismo y rebelión, que la razón del ser del escritor es la protesta, la contradicción y la crítica. Explicarles que no hay término medio: que la sociedad suprime para siempre esa facultad humana que es la creación artística y elimina de una vez por todas a ese perturbador social que es el escritor o admite la literatura en su seno y en ese caso no tiene más remedio que aceptar un perpetuo torrente de agresiones, de ironías, de sátiras, que irán de lo adjetivo a lo esencial, de lo pasajero a lo permanente, del vértice a la base de la pirámide social. Las cosas son así y no hay escapatoria: el escritor ha sido, es y seguirá siendo un descontento. Nadie que esté satisfecho es capaz de escribir, nadie que esté de acuerdo, reconciliado con la realidad, cometería el ambicioso desatino de inventar realidades verbales. La vocación literaria nace del desacuerdo de un hombre con el mundo, de la intuición de deficiencias, vacíos y escorias a su alrededor. La literatura es una forma de insurrección permanente y ella no admite las camisas de fuerza. Todas las tentativas destinadas a doblegar su naturaleza airada, díscola, fracasarán. La literatura puede morir pero no será nunca conformista» (Caracas, 1967).

Permítame, don Mario, caer en el indecoroso acto de convencerme de que, sin piratería, sus libros jamás habrían de llegar a mis manos. En suma: la llama -el fuego que es la literatura-, sin herramientas ni medios adecuados, jamás habría de encenderse. No hubiera podido ser lo poco que soy. Eso, a usted, debe importarle nada; mi confesión no debe moverle siquiera un pelo de su nívea cabellera. Pero a mí sí me importa tanto como lo que cada uno de sus libros y relatos me enseñaron, me hicieron un subersivo de la realidad, me pusieron contra todos, contra mí mismo, «contra Dios, contra la creación de Dios que es la realidad. Escribir es una tentativa de corrección, cambio o abolición de la realidad real, de su sustitución por la realidad ficticia que el novelista crea. Este es un disidente: crea vida ilusoria, crea mundos verbales, porque no acepta la vida y el mundo tal como son (o como cree que son). La raíz de su vocación es un sentimiento de insatisfacción contra la vida: cada novela es un deicidio secreto, un asesinato simbólico de la realidad». Escribir como único –válido, legítimo, irrenunciable– homenaje al hijo más pródigo de Arequipa, aquél que nació en el Boulevard Parra, y deambuló por el mundo haciendo de su historia, muchas historias. Escribir como si se nos fuera la vida en ello, aun a riesgo de que no seamos tan magníficos y memorables asesinos como Mario Vargas Llosa.

Arequipa, 28 de marzo de 2010.
Publicado hoy en el diario El Pueblo de Arequipa